El tiempo al fin es una sucesión de muertes y nacimientos, de crecimientos y veranos venidos de mejor o peor manera. Estamos ahora despidiendo a las generaciones que vivieron parte de su infancia durante la última guerra que este país sufrió, una guerra que todos perdieron, aunque unos más que otros. Aquellos niños nacidos alrededor de unos años que se tornaron crueles y feroces están diciendo adiós a quienes han sido fruto de su vida. Ellos y ellas sufrieron los rigores de un tiempo infernal, y cada cual como pudo en función del bando en el que ya de niños fueron marcados, sobrevivió o vivió de una u otra forma que señalaría el resto de su existencia. Muchos de ellos hubieron de enfrentarse desde su inocencia a una madurez anticipada sin pedirles permiso. Los llamados años del hambre les hicieron entregarse a trabajos de dureza hoy desconocida. Y con la lucha de sus padres, si es que los conservaron, pudieron labrarse un futuro del que nacimos quienes después hemos podido saborear las mieles, más o menos dulces, de este país. Fueron ellos, quienes hoy están casi despidiéndose de nosotros, si no lo han hecho ya, los que pusieron las bases para que España hoy sea lo que es. Nos equivocamos si pensamos lo contrario. Ahora están siendo atendidos, viviendo sus últimos tiempos, mirando a su alrededor, con sus gentes, con las que ellos han visto nacer y crecer, para las que ellos trabajaron de sol a sol, con sueldos miserables, siendo empujados a emigrar, sin estudios, apenas las primeras letras en su juventud antes de abandonar la escuela para ir a los campos a trabajar; y ellas, alfabetizadas ya en esa tercera edad que les dio la libertad de la palabra escrita.
Este país debería reconocer a aquellos niños de entonces, antes de que sea demasiado tarde, el impagable papel en su reconstrucción, en poner con paciencia y perdón las cosas donde están, en saber elegir los mejores caminos para sus hijos, en pasar aquella etapa de forma casi inadvertida, de callar, de saber callar y mirar con ojos llenos de lágrimas hacia un pasado del que vienen, y sembrar un futuro en el que saben que no estarán. A cambio, solo piden ese paseo, esa sombra, esa medicación, esa atención, esa compañía y esas palabras de amor que a veces no sabemos darles, porque están viejos, porque no oyen ni ven bien, porque tal vez nos falte la paciencia y el reconocimiento hacia sus personas, los cuidados hacia esos cuerpos de los que venimos y a los que llegaremos, si tenemos suerte. Aquella generación que aún nos acompaña, que lee prensa y que ahora tal vez la tengamos cuidando a biznietos, siempre ha cumplido una función y siempre estuvieron ahí, silenciosos, creciendo y haciéndonos crecer. Ahora, tal vez desde su soledad, precisen que la dignidad y el respeto acompañen cada uno de los días que aún restan de una vida llena de compromiso, compromiso sin letras, porque no eran precisas.