Para educar a los niños hace falta toda la tribu, que diría Marina. Es así como se construye el futuro de la sociedad. La ciudad ha de ser educadora en su globalidad. Y también sus estructuras, normas, espacios públicos, relaciones sociales, viandantes y hasta el mobiliario urbano. Todo es educativo, en un sentido u otro. Una ciudad en la que las calles son vías prioritarias para los vehículos, donde los sonidos se han transformado en ruidos, donde quienes habitan la entienden más como lugar de trabajo que como de vida; donde los espacios públicos no tienen la limpieza precisa y la ciudadanía solo tiene derechos, en la que el respeto es utopía, entendido como la prioridad de los derechos de los demás sobre los propios, en la que la gente no puede hablar porque las voces de los otros se lo impide, o sencillamente porque hablar no sirve para nada, en la que los cargos públicos solo saben desplazarse por ella en coches blindados, con cristales oscuros, o rodeados de escoltas que los protejan de sí mismos y de su vanidad no es una ciudad que eduque en valores que la hagan crecer en su humanidad. Una ciudad en la que las gentes se echan al suelo para pedir y nadie ayuda a resolver esa situación, y en la que no funcionan los servicios públicos más que en función de los intereses de los más potentados, en la que las creencias de unos son dominadoras sobre las creencias o agnosticismos de los otros, en la que la vigilancia sea más importante que el respeto hacia lo ajeno, en la que la fuerza domine a la sensibilidad, y donde la seguridad no emane del conjunto porque la individualidad es la que se ha de proteger no es una ciudad educada ni educadora. Una ciudad en la que los niños no tengan donde jugar, ni los mayores espacios para mirar, charlar o descansar, u orinar cuando lo precisen, donde las paredes, bancos o farolas estén al alcance de cualquier grafitero, en la que las calles sean espacios de recaudación y los muertos siquiera puedan descansar en paz en el cementerio es una ciudad sin futuro. Porque el futuro empieza cada día, pero se prolonga mucho más allá de quienes la habitamos en estos cortos periodos de tiempo que son las vidas individuales. Es la vida colectiva la que resulta mucho más que maltratada, la que acaba deteriorada por unos hábitos en los que la individualidad domina al colectivo. Una ciudad educadora es esa en la que cada cual vive y deja vivir, pensando en el más allá de aquella esquina, del día de hoy, en la que los pasos se dan sin miedo, y en la que quienes precisan algo más para alcanzar la igualdad lo encuentran en el conjunto de la ciudadanía con la que comparte calles, plazas y aire, de forma solidaria, porque los procesos de todos los colores nos afectan a todos, antes o después, y no estamos solos aquí.