Policías, bomberos, sanitarios, enterradores…, un ejército fue preciso para sacar de una tumba que no era la suya a una mujer que cayó en ella mientras limpiaba la de unos familiares. Debió perder el pie y la tierra se la tragó sin que ella tuviese la más mínima intención de que le llegase tan pronto su hora. Eso sí, le costó la rotura de tibia y peroné, pero salvó la vida. Ocurrió en Sevilla, que no en Granada, donde no hace mucho otro suceso similar pasó a la historia del anecdotario negro del cementerio, cuando a los operarios se les escapó la cuerda y la difunta cayó sobre uno de ellos. Lo demás lo dejo para otra historia, que estamos en tiempo de cementerios, esos lugares en los que yacen los restos de seres queridos o no, en carne, hueso y ceniza, que la Iglesia ya no quiere que se esparzan por ahí, ni que se queden guardados en casa, que el sitio del difunto, sea cual sea su estado, es el camposanto. Pues ya está, nuevamente la Iglesia habló y se acabaron los rituales de esparcir cenizas por aquí y por allá, que un golpe de aire puede acabar con ellas en boca, nariz y ojos del lanzador, como le ocurrió a mi amigo Carlos, que quiso ser emotivo y seguir instrucciones del difunto, en alta mar, pero un repentino cambio de viento hizo que las cenizas de su padre acabaran en su boca, unas pocas, las otras impregnaron al resto de los que iban en la barca y aquello fue de todo menos emotivo, aunque bien dicho sería mejor precisar que sí, que emociones hubo, pero no las previstas por el finado cuando deseó que sus cenizas se arrojaran al mar. Cosas que pasan, y la Iglesia pone coto. En cualquier caso, en estas fechas los cementerios se llenan de vivos que quieren honrar a sus muertos. Más bien vivas, porque ellas son las que toman las riendas de este asunto, y no porque haya más viudas que viudos, ni más hijas que hijos. No, es que esta sociedad sigue descargando todo aquello que se asemeje a limpieza y cuidado a la mujer, tenga la edad que tenga, esté en la situación física que esté. Y así, las vemos con bastones caminar entre tumbas hasta encontrar la del familiar, y allí se afanan en limpiar, decorar, adecentar para que quede como ha de ser. Mientras, los pocos hombres que a estos menesteres acuden, más bien de acompañantes, siguen la tradición de echar un cigarro, lo que los acerca antes a su eterno descanso, y así, cada cual en la función socialmente establecida, queda el personal retratado en este silogismo otoñal cual es la visita al cementerio, blanqueado en los pueblos, lleno de flores, de recuerdos, de ricos y pobres, y con algunos hoyos abiertos que propician víctimas a las que aún no les ha llegado la hora, gracias a Dios. Que no iba de política la columna.
Que mal rollo caerse dentro de una tumba