Si usted fuera dueño de una empresa en la que la experiencia fuese un valor que cualificara el resultado de sus productos, ¿echaría a la calle a los trabajadores que la atesoran en su cabeza y manos? ¿Buscaría solo a las personas agresivas en el mercado y marketing? ¿No buscaría un equilibrio entre la fuerza de la juventud y el sosiego y reflexión de la veteranía? Ahora, las empresas, con los bancos a la cabeza, abogan desde sus cúpulas directivas, donde dominan los atiborrados de años y dinero, por largar a la calle a los jóvenes cincuentañeros, gentes con decenios de dedicación a ellas, pero que pueden ser sustituidos por otros más jóvenes aún, más baratos, agresivos e inexpertos, y que no piensan en que pronto, antes de lo que imaginan, llegarán a esa edad en la que esta sociedad ha decidido que sea la del desecho; o este gobierno que facilita el despido de estas gentes de forma absolutamente libre. Y así, están consiguiendo una España en la que más de la mitad de sus gentes menores de treinta años naden en el paro y la miseria, los de las franjas entre los treinta y los cincuenta ven cómo los pueden poner de patitas en la calle sin miramientos, por lo que soportan mayores cargas laborales con silencios clamorosos y menores salarios; y a partir de los cincuenta el personal empieza a temblar, porque en cualquier momento su empresa los fulmina. La Constitución española solo queda en palabras hueras. Los derechos ya no son ni aspiraciones. Es increíble ver que en un mínimo tiempo todo está siendo no ya demolido sino socavado, no se echan abajo las paredes del Estado del Bienestar, se minan sus bases, con lo que se está viniendo abajo solo. Es el gobierno el que ha cambiado un modelo laboral que protegía a los trabajadores, siendo ellos quienes lograron hacer crecer las bases del Estado. Las pequeñas empresas se caen, y las grandes son las que están desamortizándose de su capital humano, a costa de quien sea por tal de ganar aún más dinero, olvidando que el fin de toda actividad humana es la persona, no la materialidad. Empresas que han parecido ser modélicas hasta ahora se sueltan las melenas, insisto, con los bancos a la cabeza, y se ponen las primeras en la tarea de degollar cuellos, sin atender a que quienes las han hecho grandes no han sido esos que se llevan los dineros a espuertas por estar en sus Consejos de administración, sino quienes están atendiendo al público, dando la cara, generando sus productos, cobrando a cambio de un trabajo, sin más especulación que el orgullo por trabajar para esa entidad, que ahora pasa a ser una marca que se instala en una nube y que tal vez pronto termine no en las estrellas, sino estrellada, pero para eso siempre habrá una excusa: habrán sido los mercados.
Recuerdo que las cosas se estaban poniendo mal… ahora están aún peor. Recuerdo al catedrático de derecho del Trabajo una mañana de mayo del año 1995. Llegó a clase nos miró a los alumnos y con semblante serio dijo que era un día de luto y que la reforma laboral que se aprobaba estaba a un paso del despido libre y que se marchaba, que no había clase, que éso no era Derecho. Lo de ahora ya no tiene nombre. O dignificamos a la persona y recuperamos la ética que debe regir cualquier tipo de relación social, laboral y, por supuesto, legal o estaremos creando un modelo social injusto, con todo lo que conlleva. Habrá leyes pero no Derecho. Muy actual y muy humana la óptica desde la que en este artículo se aborda la última reforma laboral.
Me encantó la redacción