Nos citaron con cierto halo de misterio. Recién llegado a la ciudad, no sabía a qué podía deberse ese repentino afán religioso de cantar una salve a la imagen del Triunfo a las 12 de la noche del 7 de diciembre. Movidos por la curiosidad, mi compañero de piso y yo apenas tuvimos que caminar cien metros, Acera de Canasteros estaba a tiro de piedra. Allí estábamos un puñado de jóvenes estudiantes, barbilampiños la mayoría, con más curiosidad que intención cantora. Unos pocos comenzaron los cánticos, apenas las primeras palabras hacia una Virgen que desde las alturas vio la que se venía encima. Gritos de Libertad cambiaron las tornas, y de pronto nos vimos envueltos en una movida que pedía de todo menos perdón. En un abrir y cerrar de ojos, las lecheras tomaron la salida hacia la Gran Vía, vomitando policías con uniformes grises, porras en mano y cascos que brillaban a la luz de la Luna con voces poco reverentes. Ante el grito de ¡Os voy a machacar!, salimos mi amigo y yo zumbando cuesta arriba hacia el Albaycín. Yo entré en el primer portal que vi, él llegó hasta la Muralla, y en el calor de la lumbre se quedó varias horas, hasta que el miedo dejó de recorrerle el cuerpo. Era 1977, y Andalucía caminaba en blanco y negro, carreteras llenas de soldados y estudiantes autoestopistas convertían los trayectos en viajes eternos; las clases sociales estaban divididas entre los que podrían siempre, quienes jamás podrían, y aquellos que luchaban por intentarlo; la Universidad estaba llena de profesores que apenas tenían estabilidad laboral, cobrando cuatro pesetas; las escuelas abarrotaban sus aulas con más de treinta alumnos, y en los institutos apenas acababan quienes podían estudiar o tenían beca. Andalucía padecía porcentajes de analfabetismo que asustaban, no había sido necesario que sobre todo las mujeres aprendieran las letras, y la emigración casi había vaciado los campos de trabajadores, quienes aspiraban a seguir siéndolo en la ciudad, o Cataluña, o aún en Alemania o Suiza. Y ETA seguía matando, sin piedad y sin miedo. Hacía pocos años que Granada había perdido sus tranvías, y los pueblos de alrededor se habían convertido en eso, de alrededor, nada de cinturón. Ir y venir desde cada uno de ellos era medio viaje. Hace cuarenta años, el gobierno, el único que había, que nombraba alcaldes y gobernadores civiles, y que asustaba (Marta Rovira debiera haber conocido aquello en primera instancia, porque se ve que ni su padre ni su abuelo le contaron las cosas muy bien), no quería que Andalucía, que ya por entonces era tan grande como ahora, tuviese un desarrollo autonómico como merecía. Partíamos desde mucho más atrás que la mayoría de los demás, por razones de historia, trato, territorio y estructuras sociales, y había claros intereses en que eso siguiera igual. Hemos avanzado, mucho, pero aún nos queda mucho más. Las lecheras de hoy ya no sueltan a seres con escopetas en las manos contra estudiantes que solo piden Libertad.