Era el mismo rey. Qué digo el rey, era casi un dios, menor, eso sí. Los mejores vinos de las mejores añadas eran para su paladar; en peluquería gastaba lo más grande para tan escaso pelo; tocó la campana de la bolsa; a su alrededor pululaban aquellas gentes que querían crecer en su chepa. Los manjares más delicados, las diosas más divinas, los trajes con el mejor tejido… Su vida era así, porque había nacido para ello, porque la suerte lo había acompañado. Él podía y por eso lo hacía. Y los demás lo suponían, lo creían, lo sabían. Sus vecinos decían que era un tío amable, para no serlo, porque cuando lo tienes todo al menos debes ser amable, y cuando alguien se acerca, la mirada se torna suave, tierna, como perdonando la vida a quien ha osado irrumpir en tu umbral divino, le susurras unas palabras afectuosas, y a otra cosa.
Así ha vivido Rodrigo, todo el rato, desde que nació, porque lo suyo era cuestión de cuna. Y quiso más, mucho más, porque lo merecía todo, e incluso a veces ese todo era poco, así se le antojaba. Y creció en sus demandas, en sus necesidades inventadas para poder seguir siendo más y más y más. Pero un día alguien le recordó que no era un dios total, que los límites existen, también para él. Y, como a tantos otros, la línea se le torció, y aquellos que pululaban a sus espaldas huyeron como ratas. Y su perfil se fue afilando, y la soledad se acercó a él, la soledad y las rejas de la cárcel. Hace años corría un chiste por ahí que hablaba sobre un político, quien en su intimidad decía que para qué iban a mejorar las escuelas, si no pensaba volver a ellas. Que mejor hacían buenas cárceles, por si acaso. Y del dicho al hecho. Las escuelas siguen como siguen, pero las cárceles ahí están, y sus huéspedes han subido el pedigrí de forma notable. El listado de ‘nobles’ que las han habitado y vienen habitando en los últimos años es cada vez más largo, que no insólito. Y es que aunque pueda parecer mentira, la justicia a veces funciona. Lo que pasa es que mientras un pobre entra en la cárcel por cuatro gordas, el rico ha debido estafar millones para cruzar sus puertas. La cuestión es que el rico es lo que hace, porque las cuatro perras gordas no le llegan, como al pobre, para llenar el plato de comida. Necesita acompañar de los más exquisitos manjares, en los aviones más lujosos, sin retrasos (de eso hablaremos pronto), para ir a esquiar, o para cenar en París. O donde se le ocurra un rato antes. Ahora las cárceles son sitios dignos, con casi todo, menos la libertad, por mucho que se busque, y por la noche el sonido de las puertas cerrándose tras de ti, o ante ti, debe poner los pelos como escarpias, y ahí no hay peluqueros de postín que te los alisen.