El próximo mes de febrero tendrá lugar en Madrid el Congreso Internacional de Marketing Educativo (Eduketing), dirigido –como puede leerse en su web, www.eduketing.com– “a todos aquellos profesionales de Centros Educativos que deseen adquirir conocimientos acerca de cómo una buena estrategia de Marketing puede influir en la relación del Centro con su contexto y mejorar los resultados de captación y fidelización” del colectivo de padres y alumnos. “En definitiva, utilizar el Marketing como una herramienta de comunicación, posicionamiento e innovación”.
Dado el elevado nivel de competencia entre centros de enseñanza, sobre todo los privados, es de entender la preocupación por diferenciarse en un entorno marcado, por un lado, por las “bajas calificaciones” en los informes PISA respecto de la calidad de la enseñanza en este país y, por otro, por unas políticas educativas volubles, sujetas a los criterios impuestos por el gobierno de turno sin tener en cuenta la formulación de programas orientados a, precisamente, mejorar la calidad de la formación de los ciudadanos.
Dicho esto, para profundizar en el marketing educativo, la mejor definición a mi juicio es la de J.M. Manes: “proceso de investigación de necesidades sociales tendente a desarrollar y llevar a cabo proyectos educativos que las satisfagan, produciendo un crecimiento integral de la persona a través del desarrollo de servicios educativos, acordes a su valor percibido, disponibles en tiempo y lugar y éticamente promocionados para lograr el bienestar de individuos y organizaciones”.
Básicamente esa definición es una adaptación de la propia de marketing aportada por P. Kotler y G. Armstrong en referencia a la actividad que cualquier empresa debe realizar para lograr la atracción y fidelización de clientes. Sobre todo en el sector servicios donde lo que se ofrece está caracterizado, como es en este caso, por la intangibilidad del producto (la acción formativa no es materializable), por la inseparabilidad del binomio educador/educando, por la heterogeneidad de métodos y materias, por la caducidad de los procesos formativos y por la ausencia de propiedad en la acción de enseñar.
No obstante, si un centro decide abordar un programa de marketing educativo, desde mi punto de vista debería observar también una sólida estrategia “de puertas adentro” que le permita innovar en el método de transferencia del conocimiento, de manera que esté diseñado para dar respuesta eficiente a las capacidades y competencias de los alumnos. Y ello no podría hacerse de otra forma que dotando a los profesores de las herramientas necesarias para garantizar aquel ‘crecimiento integral de la persona’ mediante el desarrollo del talento individual, aceptando las diferencias para fortalecer las potencialidades del colectivo, el impulso de la creatividad para afrontar el análisis y la solución de problemas, la promoción de la cooperación para generar motivación y compromiso, y la defensa del reconocimiento de la propia cultura para aceptar la existencia de otras de las que poder tomar prestado aquello que ayude al enriquecimiento personal y colectivo.
Y de la misma manera que uno de los ejes principales de cualquier estrategia de marketing interno es el de la motivación de las personas (en este caso, alumnos y profesores), ésta debe estar orientada a fomentar el aprendizaje para impulsar los cambios necesarios que les hagan mejorar su mundo interno y, por qué no, el externo. Pero ese sistema de motivación no puede venir determinado por recompensas extrínsecas (D.H. Pink) sino por un modelo de motivación intrínseco (H.F. Harlow) que permita aflorar la creatividad y el pensamiento complejo por la pura satisfacción de conseguir los objetivos planteados (valorados en términos de crecimiento intelectual más que en la consecución de un expediente académico “brillante”).
Si las acciones de marketing han de plantear la creación y entrega de valor a través del intercambio de intereses entre la empresa y los clientes, mediante una propuesta diferencial que permita alinear la oferta con la demanda y que el resultado sea beneficioso para ambos, cuando nos referimos al marketing educativo debería ocurrir igual. Salvo que en este segundo caso el beneficio debería medirse en términos de incremento del talento, la creatividad y de las capacidades intelectuales, fomento de la autonomía y del libre pensamiento, potenciación de la capacidad crítica y del sentido de elección de una finalidad en la vida.
Ojalá que el marketing educativo avance en ese sentido para lograr una colectividad comprometida con ella misma y con su futuro, a través del avance de la cultura y de las capacidades de autogestión de cada persona. Si no, volveremos a caer en el fácil recurso de la cosmética para ganar matrículas en lugar de proponerse mejorar la sociedad a través del enriquecimiento individual y colectivo de las voluntades.
José Manuel Navarro Llena