Progreso y perfección

A veces, la magnitud del folio en blanco es como un muro infranqueable en el que el escritor se estrella una y mil veces antes de disponer de su virginal promesa de contenidos para volcar ideas y voluntaristas propósitos de hilar pensamientos congruentes, si me apuran, capaces de iluminar nuevos horizontes u otras mentes.

En estas ocasiones, lo que más pesa para romper el espacio inmaculado que se abre ante sus ojos es el reto de hacer algo perfecto, que cumpla con el objetivo de estimular el intelecto del lector, de generar emociones contrapuestas y, por qué no, de alentar la polémica para favorecer el flujo de opiniones dispares.

Perseguir la perfección es un objetivo tan antiguo como la misma historia del hombre, aunque el perfeccionismo ha acarreado también la estigmatización del error. Equivocarse está penalizado socialmente y la educación que recibimos está duramente aferrada al éxito. No importan las causas ni los medios, éxito y perfección se alían para dejar fuera de juego cualquier atisbo de fracaso.

En cambio, la naturaleza prefiere y respalda las imperfecciones porque cualquier estado perfecto es altamente sensible a las variaciones que se puedan producir en su entorno. Los sistemas naturales perfectos no perviven mucho tiempo (no pensemos en la escala temporal humana) ya que es normal que se produzcan eventos impredecibles, violentos o sutiles, que comprometen su estabilidad, y los someten a tales presiones que terminan extinguiéndose.

Para compensar esta paradoja, la evolución se ha apoyado en los errores, en las mutaciones, en esos fracasos de la exquisita linealidad programada de la genética que redundan en la aparición de sistemas imperfectos en relación a sus congéneres, al colectivo, pero que garantizar su supervivencia mediante una mejor (o diferente) adaptación a entornos cambiantes, a condiciones imprevistas.

En unos casos, las adaptaciones favorecen la obtención de ventajas competitivas frente a otros sistemas y, en otros, procuran recursos para sobrevivir en medios hostiles o para explorar nuevos hábitats. En definitiva, resuelven la supervivencia a través del progreso.

Es muy frecuente observar cómo desde escuelas de negocios, en gran parte de la bibliografía sobre gestión empresarial y en palabras de muchos grandes directivos se hace especial hincapié en aplicar los modelos de excelencia, de gestión de la calidad total, de nivel de errores cero, … y se le presta poca atención a las variaciones que se pueden producir, y se producen, en la estricta normalización de los complejos procedimientos que componen la vida de una compañía, salvo para sancionarlos.

Es cierto que la maquinaria de toda una organización ha de funcionar correctamente para que los procesos de producción sean eficientes y porque cualquier desviación puede ocasionar pérdidas difíciles de dimensionar y recuperar. Pero no es menos cierto que esa estricta obsesión por la perfección en el resultado final deja poco margen para la aparición de ideas innovadoras, para la posibilidad de que florezcan sugerencias enriquecedoras que prevean el surgimiento de tendencias inadvertidas, para el surgimiento de nuevos modelos de relación entre la empresa y su mercado y, sobre todo, para favorecer la valentía y la creatividad de los empleados para adentrarse en la aventura de sentirse copropietarios de la compañía haciendo propuestas de mejora sin temor al error.

Si me dan a elegir, prefiero progreso a perfección. Y no sé si coincido en esto con los nuevos empresarios que luchan por hacerse un hueco entre la feroz competencia, defendiendo una idea, persiguiendo un sueño, lidiando en un ruedo donde el ejercicio de ensayo error no es un procedimiento para generar conocimiento sino la realidad que les ha de aproximar al objetivo de crear beneficios acertando en el encaje oferta y demanda, porque tienen demasiada urgencia para obtener el éxito.

El problema es que esa excesiva prisa por alcanzar el éxito no pasa por la superación de los errores, por el progreso, sino por ser perfectos y evitar las cicatrices del camino.

En la mayoría de los casos pensamos que hacer bien las cosas, las tareas, nos lleva irremediablemente a la consecución de un buen resultado. Y es verdad. Pero en lo que no caemos es que hacerlas introduciendo procedimientos diferentes, incluso atrevidos o arriesgados, nos puede llevar a mejores consecuencias. Para ello hay que estar dispuesto a equivocarse, a hacer planteamientos con una visión transversal, a afrontar los problemas desde perspectivas inusuales, a valorar todas las opciones y sus posibles combinaciones. A contradecir los paradigmas y a desmontar lo establecido impuesto como norma.

A quien se atreve a hacerlo se le suele llamar loco y, a veces, genio cuando la historia demuestra que su atrevimiento fue buscar el permanente progreso y favorecer que el pensamiento estuviera siempre en movimiento. Unos y otros terminan siendo señalados o glorificados pero, curiosamente, de ellos solemos aprender quiénes fueron pero no el cómo lo hicieron.

Y recuerden que sólo la naturaleza es perfecta en sí misma porque permite y respalda los errores para garantizar su propia supervivencia a través de la evolución, del progreso, de las especies que la componen.

 

José Manuel Navarro Llena

@jmnllena

 

 

 

 

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