¿Quién puede aseverar que el color azul del cielo, el verde de los prados o el marrón inquebrantable de los ojos que nos hipnotizan son realmente de esas tonalidades y no otras? ¿Cómo podemos estar seguros de que las características de lo que percibimos en nuestro medio son ciertamente las que describimos y acordamos consuetudinaria y formalmente para ajustarnos a unas normas compartidas por cualquier sociedad, y que no poseen propiedades radicalmente distintas?
El mundo que observamos no es diferente al que capta una persona, por ejemplo, con cualquiera de las tipologías de daltonismo y, sin embargo, la representación mental que de él tienen se puede limitar, según el caso, a uno o dos colores o a la ausencia total de ellos. Entonces, ¿cuál de los entornos que podemos contemplar, si sólo nos circunscribiéramos a estos casos, se corresponde con su naturaleza real?
Esta cuestión puede resultar fácil de responder si recurrimos a la física y a los instrumentos que con precisión nos descubren sus espectros cromáticos, o difícil si aceptamos que los métodos y herramientas usadas responden a convencionalismos científicos, tan válidos como la determinación de la magnitud de un metro o un gramo. Es decir, nos sirven para establecer reglas comunes que nos permitan compartir espacio y tiempo y entender desde el devenir de la evolución hasta el futuro del universo. Pero reconozcamos que son constructos humanos y que, como tales, provienen de su propio entendimiento, aunque con él se hayan conseguido desvelar algunas leyes de la naturaleza.
Valga esta introducción para centrar la atención sobre las percepciones y la trascendencia que ellas tienen sobre nuestras decisiones, algo que está directa e irremediablemente vinculado al ejercicio de nuestra libertad individual y, por extensión, a la colectiva.
En este punto, sería necesario recordar las aportaciones que Platón, Demócrito, Descartes, Spinoza, Kant, Schopenhauer, Sartre, Ortega y Gasset, por destacar alguno de ellos, han realizado desde una visión filosófica para iluminar el antiguo debate sobre el origen y ejercicio de la libertad humana. Pero no contamos con espacio suficiente para poder hacerlo, por lo que les recomiendo indaguen en su lectura.
En cambio, abordemos la cuestión desde una perspectiva más material u orgánica. Aquella referida a las interacciones entre las células nerviosas de las diferentes áreas de nuestro cerebro que suscitan experiencias subjetivas y que son las responsables en primer y último extremo de nuestra voluntad.
Pensamos, con razón, que la disposición para “hacer o no hacer algo” es una propiedad inherente a la mente, pero ¿qué es ésta sino el resultado de la acción coordinada de toda una serie de complejos procesos electroquímicos que permiten la generación de respuestas inconscientes y conscientes ante estímulos internos o externos? Esta eterna discusión entre deterministas, compatibilistas y libertaristas podría quedar zanjada si aceptásemos nuestra ignorancia acerca del profundo desconocimiento que tenemos sobre estas cuestiones.
No podemos tener acceso a la realidad que nos circunda porque es nuestra mente, nuestro cerebro, el que construye e interpreta esa realidad, lo cual nos permite predecir el futuro desde nuestro bagaje particular, anticipar lo que los demás van a hacer basándonos en experiencias anteriores y tomar decisiones conscientes a partir de toda una serie de procesos internos inconscientes.
Así, cuando tomamos una decisión propiciada por un estímulo externo (en todo momento estamos realizando elecciones), lo hacemos partiendo del grado de percepción que tengamos sobre aquél y de las informaciones previas que acumulamos en nuestro acervo cultural y experiencial, de decisiones similares anteriores y de nuestra propia naturaleza o personalidad. Todo ello extraído, sintetizado y coordinado por una fuente de extraordinaria capacidad como es el cerebro y sus íntimos procesos de acción-reacción a los que no tenemos acceso, si bien seremos conscientes una vez que declaremos la intención de actuar (activa o inactivamente).
Cabe plantearnos (S. Harris) si efectivamente “queremos lo que hacemos” o, por el contrario, “hacemos lo que queremos”. Difícil dilema de por sí cuando se trata de hacer un movimiento sencillo, escoger una dirección o elegir el atuendo cada mañana. Pero ¿qué ocurre cuando actuamos condicionados por las emociones, responsables del 95% de nuestras decisiones cotidianas? Esta cuestión no es baladí, sobre todo si el sentimiento que nos embarga está propiciado por un agente externo a través de una propuesta orientada a hacernos consumir o adquirir un producto o servicio concreto, seguir a un líder o abrazar una ideología.
Como decíamos al principio, las percepciones disparan nuestra acción desde la interpretación que de ellas realiza nuestro cerebro conjugándolas con la información disponible (memorias perceptual y ejecutiva) y tamizándolas con el sesgo emotivo correspondiente para, finalmente, tomar una decisión que creemos responde a nuestro libre albedrío. A nuestra libertad de elección. Sin embargo, no es así. Sólo aceptamos la ilusión de la libertad.
Ilusión de la libertad que es necesaria para garantizarnos el deseo de poder alcanzarla, aunque no tengamos claro cómo se formaliza realmente.
José Manuel Navarro Llena.
@jmnllena