“La ciudad nunca fue un buen refugio para los sueños de aquel niño. Su imaginación quedaba siempre atrapada justo a dos palmos frente a su inocente mirada, enmarañada entre los ruidos de los coches y la permanente precaución ante las personas desconocidas.
Las prisas y las tareas cotidianas de la mordaza escolar daban paso a los largos estíos llenos de aventuras inesperadas. Unas, las matinales, derrochando alegría entre las callejuelas del pueblo y las frondas de sus florestas cercanas. Y otras, las vespertinas, perdiéndose entre los laberintos siempre incógnitos de los libros de su abuelo.
Las páginas de aquellas obras maravillosas tenían la mágica propiedad de transformarse y transformarlo en todo lo que deseaba. Verdaderos barcos alados para navegar por todos los océanos, infinitos mundos al alcance de su dedo índice.
Aquel niño se hizo adulto y cambiaron sus costumbres y sus paisajes. Pero siempre mantuvo la mirada elevada para alcanzar horizontes desconocidos, variando con cada nuevo libro el rumbo de sus sueños. Su vida diaria se convirtió en una obra de teatro representada en una sempiterna sesión continua, mezcla de dramas y comedias ante públicos que, en muchas ocasiones, no pagaban entrada; A ratos, el refugio en los libros le concedía aquel conocido espacio familiar, arrullado por el remanso de las palabras…”
Ah! Los libros… en mi mesa de trabajo se agolpan ahora una treintena de los últimos que he ido adquiriendo con precisión de cirujano. Muchos de ellos ya cuentan con marcas y párrafos subrayados por la costumbre indomable de ir leyendo conforme dicta cada instante (no hay mejor anarquía que la que sigue el precepto de los deseos). Otros han sido ojeados y ordenados con la lógica que prescribe la avidez por mantenerlos un poco más de tiempo a la espera.
Pero todos ellos han sido previamente inspeccionados y olfateados en una librería tradicional (no pierdo la costumbre de abrir un libro y ceder a la tentación de percibir el aroma de la tinta y la celulosa desposados en armónico regocijo).
Recientemente, una de estas librerías a la que solía acudir con asiduidad, la Atlántida, ha cerrado sus puertas pocas semanas después de que lo hiciera otra, Estudios, a la que acostumbraba a visitar de más joven. Dos aldabonazos a la sagacidad de los ciudadanos. Ver sus escaparates vacíos y sus puertas desgarbadamente atrincheradas es como recibir de lleno una ola desconsolada, huérfana.
Al deambular descuidado e inopinado de los viandantes, poco pueden significarle sus estantes ahora vacuos y su silencio sombrío. Pero a los que deteníamos el paso para reparar en sus otrora infinitas perspectivas y sus múltiples vidas por ser vividas, el terror ante el vacante espacio presto a ser mercantilizado nos paraliza la sangre hasta que volvemos a nuestros asuntos, cobardes y resignados sin haber levantado la voz contra tal demérito para la sociedad.
En nuestro país, cada día ser cierran dos librerías (2,5 para ser exactos, en el último año), sobre todo las pequeñas, las de barrio; las que no pueden aguantar la presión de las grandes superficies, la competencia de centros de enseñanza y la supuesta tendencia al uso de libros electrónicos y la correspondiente piratería para estos dispositivos. Muchas son las razones argumentadas desde distintas fuentes. Pero la realidad es que con cada librería que se cierra perdemos oportunidades de crecimiento interior, de libertad de pensamiento, de obtención de criterio propio, de visión crítica y, sobre todo, de reconocimiento de lo diferente y lo “inimaginado”.
Muchos son también los argumentos que psicólogos, pedagogos, maestros, etc., esgrimen a favor de la lectura, fomentada sobre todo desde la niñez para conseguir adultos mejor formados y con aptitudes para saber enfrentarse a su propio destino. Aunque conviene destacar las investigaciones que la neurociencia ha aportado en relación con los beneficios adicionales de la lectura sobre nuestro cerebro.
G. Berns y sus colaboradores del Emory Hospital, tras una serie de estudios, realizados con resonancia magnética, de los procesos cognitivos y cambios en las interconexiones neuronales de un cierto número de sujetos, durante y después de leer, concluyeron que se produjo una alta conectividad en la corteza cerebral asociada a la comprensión del lenguaje, sostenida incluso durante las horas siguientes a haber leído.
Además, ese incremento de las conexiones neuronales se produjo también en el surco central sensomotor primario, lo que implica que se activaron las neuronas responsables del movimiento de nuestro cuerpo como si realmente lo estuviéramos efectuando.
Los cambios neuronales persistieron días después de leer, lo que hace suponer que una actividad lectora continuada puede producir efectos duraderos en la biología del cerebro.
Efectos que conducen a una mayor plasticidad e incremento de las conexiones neuronales, es decir, a facilitar los procesos cognitivos que nos hacen más lúcidos, creativos e inteligentes.
Ahora empiezo a entender que el cierre de las librerías sea un mal necesario.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena