Días pasados hemos venido observando cómo los representantes de los gobiernos europeos debaten acerca de la aplicación de una tasa impositiva especial a las empresas digitales. La llamada “Tasa Google” implicaría crear un impuesto del 3% sobre facturación por los servicios digitales que prestan, y por los que obtienen beneficios aunque no tengan su sede en la Unión Europea, aquellas empresas del sector que facturen más de 50 millones de euros en el conjunto de estos países. En principio, las compañías afectadas serían Google, Facebook, Twitter, Instagram, Uber, Airbnb, Amazon…
Aunque no hay unanimidad en los 28 países de la UE, algunos como España quieren agilizar la implantación para generar ingresos fiscales con la excusa de mitigar las desigualdades en el tratamiento del impuesto de sociedades entre estas grandes compañías y las medianas y pequeñas, al tiempo que engrosan las arcas del estado como compensación por explotar sus mercados. En cambio, países como Irlanda, Holanda, Luxemburgo o Malta, en los que estas compañías sí tienen domicilio fiscal para rebajar sus impuestos, no terminan de sumarse a la propuesta para no perder esta ventaja.
Sería deseable que finalmente llegarán a un acuerdo razonable por dos motivos: el primero porque su excesivo tamaño no les debe hacer invulnerables a la equidad en el tratamiento fiscal de sus beneficios respecto del resto de empresas más “humildes”. El segundo, quizá más importante, porque generan beneficios sobre intangibles que no crean riqueza directa a la sociedad, salvo los puestos de trabajo dependientes de su modelo productivo, al menos las estrictamente digitales como las que soportan las redes sociales y los buscadores; y porque son modelos que rentabilizan su negocio, como dijimos en el artículo de pasado, mediante la explotación [de los datos] del usuario como producto, no por la comercialización de sus plataformas.
También es importante no perder de vista que la base de estas compañías es la creación de un software cada día más complejo, más inteligente. Sus desarrolladores trabajan creando algoritmos capaces de generar nuevos algoritmos que aprenden de su propia actividad y de la de otros algoritmos (deep learning), por lo que es probable que en poco tiempo el número de esos desarrolladores se vea también reducido ya que habrá programas autónomos, basados en inteligencia artificial (IA), para construir nuevos programas sin intervención humana.
Es curioso que muchos ingenieros, científicos e informáticos en todo el mundo se empeñan en emular el cerebro y su extrema complejidad para obtener procesadores que igualen o superen nuestra inteligencia (de hecho el horizonte de lo que R. Kurzweil denominó “Singularidad” se ha adelantado a la mitad de este siglo), sin sopesar que, llegado ese punto, serán estos superordenadores los que harán su trabajo; o al menos gran parte de él.
Ya existen programas de IA capaces de predecir la evolución de sistemas caóticos, de anticipar las consecuencias del cambio climático para luchar contra él, de analizar la conducta a futuro de determinadas enfermedades y de practicar protocolos perfeccionando las intervenciones quirúrgicas. Todos ellos obviamente mejorarán nuestra calidad de vida. Pero otros, los llamados bots (robots), que van desde rastreadores webs, gestores de contenidos o sistemas de seguridad biométricos hasta sistemas de mensajería instantánea, asistentes virtuales o chats en tiempo real, simplifican los procesos de las empresas pero substituyen el trabajo de personas, quizá de forma más eficiente (menor coste de explotación) aunque con menor protagonismo en la toma eficaz de decisiones.
Según las predicciones de la consultora Gardner, en dos años el 85% de las interacciones que se produzcan entre empresa y cliente serán sin la intervención de empleados. Es decir, solo tendremos la oportunidad de oír la voz de otra persona una de cada 6 veces que necesitemos resolver alguna gestión; en el caso de contrataciones o compras siempre se hará contra una máquina.
Hay quien defiende que la ventaja de esta tecnología es que deja para la atención personal una mayor especialización de las gestiones, con mejor apoyo de información y con alta capacidad para hacer ventas más personalizadas. Lo probable es que la IA invertirá este argumento.
La accesibilidad a todas herramientas, como los asistentes ‘OK Google’ o ‘Siri’ nos aportan mucha comodidad, sin duda, aunque dejamos que sus resultados sean los que dirijan nuestras decisiones (algo parecido a lo que hará la conducción autónoma). Otras herramientas simplificarán muchos procesos tediosos o poco edificantes como organizar agendas, resumir trabajos, gestionar reservas, etc., ello nos ayudará a obtener más tiempo libre y a ser más productivos.
Aunque el problema no será tener más tiempo libre sino que todo el tiempo sea libre, porque gran parte de las tareas realizadas por personas serán hechas por máquinas. Ello no implica más ocio sino mayor desocupación, más paro. Algunas voces, como B. Gates, apuntan la conveniencia de que los robots paguen impuestos sobre la renta del trabajo y sobre la seguridad social, como los trabajadores, para paliar esta situación mediante una renta social básica. ¿Tiene sentido? Quizá haya que pensar también en gravar los desarrollos en IA en función de las consecuencias que puedan tener sobre la futura actividad profesional de las personas.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena