En la última película de S. Spielberg, “Ready Player One: Comienza el juego”, un joven usuario de videojuegos participa en el año 2045 en la búsqueda de un objeto a través de múltiples pistas que le conducirán a un premio multimillonario, deseado por gran parte de la población mundial que, al igual que el protagonista, juegan para evadirse de un mundo cada día más caótico y sombrío y para alcanzar la ansiada recompensa. La competencia es feroz, no sólo contra otros jugadores sino también contra la empresa rival de Oasis, la compañía cuyo propietario creó el rompecabezas que hay que resolver.
La trama, como en otras películas del mismo género y estética pop (Tron, Gamer, Jumanji, Starfighter,…), se arma en torno a dos realidades, la virtual y la real, que se entremezclan y confunden en una suerte de argumentos imposibles en los que los protagonistas acceden a universos inalcanzables por otros medios que no sean la tecnología que sustenta el mundo “gamer”. Una metáfora del espacio ideal en el que las interacciones entre los avatares llegan a ser más ciertas y deseables que las que las personas de carne y hueso tienen en su entorno natural, donde sus vidas sufren del aislamiento al que están expuestas gracias, precisa y paradójicamente, a la misma tecnología que les da acceso a la fantasía de una existencia más plena al “otro lado del espejo digital”.
En estas historias de ficción el eje central suele ser una competición en la que los valores más apreciados por los jugadores y los espectadores son la visión de conjunto y la capacidad de atención mantenida, la planificación eficiente, la toma de decisiones acertadas, la ejecución correcta, la superación de errores y, por supuesto, el éxito o la victoria. Estas variables bien pudieran trasladarse a los requerimientos para cualquier proyecto, personal o empresarial. Y, de hecho, lo son.
Pero también son los valores clave para, en nuestro mundo real, ser un jugador profesional de los llamados eSports o deportes virtuales, electrónicos, o competiciones de videojuegos deportivos o de estrategia, que necesitan equipos de varios jugadores, entrenadores, normas, recintos, patrocinadores, espectadores y compensaciones, como cualquier otro deporte profesionalizado. De esta manera, como en estas competiciones, se ha construido un mercado de equipos, ligas, fichajes, instalaciones, estrategias de marketing, audiencias, etc., que cada día mueve más dinero y más aficionados. Una economía emergente basada en nuevos modelos de negocio que usan como recursos la tecnología y la explotación de las habilidades mentales (no las físicas) de los participantes.
Las grandes ligas electrónicas ya cuentan con “gaming houses”, o residencias para los jugadores, en torno a centros de alto rendimiento, donde entrenan, conviven y compiten. Es el caso del Movistar eSports Center en Madrid, en el que los torneos tienen lugar en recintos con público real presenciando la evolución del juego ante pantallas gigantes. Allí están las estrellas del juego y los que les gusta ver cómo lo hacen… para aprender, porque también son jugadores que disfrutan con los buenos encuentros y toman nota de las mejores estrategias y trucos más hábiles para progresar y no quedarse bloqueado ante cualquier suceso imprevisto. No es el caso de los deportes tradicionales, en los que la inmensa mayoría de los espectadores no practican el que son aficionados, se limitan a mirar y sufrir o alegrarse por el resultado de su equipo e increpar al contrario cuando se tercia.
La alta competición maneja un número reducido de “gamers” estrella cuyo fichaje depende de sus habilidades, rendimiento, comunicación y su capacidad para integrarse con jugadores provenientes de diferentes países, con los que unas veces se ha de asumir el rol de líder y otras el de colaborador. También existen otras categorías inferiores en las que se agolpan la mayoría de los jugadores usando como herramientas internet y como red de comunicación Twitter. El universo digital no tiene límites y por ello admite la intervención de diversos perfiles de jugadores. Como los “killer” o ganadores natos, los “achiever” o aspirantes a alcanzar objetivos poco a poco, los “explorer” o amantes de los nuevos entornos y los “socializer” o buscadores de nuevas relaciones interpersonales (L. Escuris).
No obstante, la industria de los eSports maneja un número superior de perfiles de jugadores y de espectadores relacionados con sus pautas de comportamiento, expectativas y mecanismos de decisión, lo cual ha despertado el interés de grandes patrocinadores y ha favorecido la creación de nuevos nichos de mercado que han de ser contemplados en la estrategia de marketing de las empresas interesadas en invertir en medios diferentes y en lograr la implicación del cliente, el jugador, con su marca a través de la alineación de los intereses y valores de ambos.
Los eSports se han revelado como una industria con un potencial económico enorme y con una inigualable capacidad para generar valores y contenidos relevantes, adaptables a las cambiantes necesidades de los usuarios. Pero también están demandando con urgencia un código ético y la regulación del sector, de los agentes que intervienen y de las transacciones económicas que se generan… El juego ya ha comenzado. ¿Ready?
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena