La creencia popular (leyenda urbana difícil de derribar) de que el marketing se usa para crear necesidades donde no existen y para que las empresas engañen a los consumidores, es como un mantra negativo que venimos oyendo de forma reiterativa desde hace mucho tiempo. Cualquier persona que no conozca cuáles son las claves reales de esta disciplina, y su código ético, cae fácilmente en la tentación de achacar la culpa, para lo bueno y para lo malo, al marketing cuando una empresa o una persona pública obtiene beneficios o destaca sobre el resto de sus competidores… “tiene un buen marketing”, “le han hecho un marketing a medida”, “todo lo que tiene es marketing”… Estas frases confunden el marketing con alguna de sus herramientas como la comunicación, la publicidad o las relaciones públicas. Lo sentencian atribuyendo al todo la responsabilidad de alguna de sus partes. Empero, el marketing es holístico, es estrategia empresarial, es una visión global del negocio y la manera en la que ha de establecer relaciones honestas y duraderas con su mercado.
Algo similar ha pasado con el neuromarketing, a pesar de lo joven de esta nueva disciplina ya que no es hasta 2002 cuando A. Smidts la bautiza así para definir la aplicación de técnicas de medición neurofisiológica a los métodos de investigación del impacto de las herramientas del marketing en los consumidores. No obstante, desde finales del siglo pasado, diversos investigadores como G. Zaltman, P. Ekman, A. Damasio, R. Thaler, D. Kahnemam, R. Montague, etc. se preocuparon por profundizar en la respuesta emocional o racional de las personas ante determinados estímulos y su implicación en la toma de decisiones. La complejidad de unir una ciencia médica (neurofisiología) con una ciencia social (marketing) dio origen al surgimiento de toda clase de experimentos, muchos de ellos abonaron el terreno de la fantasía provocando la aparición de “vendedores de humo”, mientras que otros seguían el rigor del método científico y el escrutinio de severas revisiones de los resultados.
Como en todos los sectores, lo que podía “oler a negocio rápido” alimentó la ansiedad del mercado, creando una pequeña burbuja con la aparición de decenas de empresas que decían tener el secreto para hacer que los consumidores eligiesen una marca o comprasen un producto determinado. Su argumento era que la magia de las técnicas neurocientíficas les permitía adivinar cómo pulsar el “botón de compra” y predecir el impacto sobre las ventas con total precisión; pero un estudio publicado en el Journal of Advertising Research mostró que ninguno de los resultados obtenidos por diversos proveedores de “investigación neurológica aplicada al marketing” eran coincidentes para un mismo experimento. Lo que no es ciencia es charlatanería.
En el otro extremo, están las empresas que han basado su modelo de negocio en la investigación seria, en el uso de las herramientas clínicas de medición adecuadas y adaptadas para entornos naturales o de laboratorio (controlados y libres de ruidos), en la conjunción de éstas con los sistemas de encuestas convencionales, en el desarrollo de algoritmos eficientes para la extracción de datos útiles en función del método utilizado, en el apoyo sobre los avances de la psicología cognitiva y los estudios de la economía del comportamiento, para intentar aproximarse a los motivos reales por los cuales los humanos tomamos decisiones económicas, de compra o de afiliación a una marca. Estas empresas son las que han sobrevivido al estallido de aquella burbuja y las que están ayudando a sus clientes a comprender cómo reaccionan los consumidores objetivo frente a sus propuestas comerciales o de comunicación.
En pocos años, estamos observando el paso de la “neurociencia aplicada al marketing” (neuromarketing) a las “ciencias del comportamiento aplicadas al marketing”, donde tienen cabida los profesionales de diversas disciplinas relacionadas con la conducta del consumidor para averiguar cómo estos actúan y toman decisiones, analizando un amplio abanico de respuestas: desde la actividad cerebral frente a estímulos externos hasta las reacciones explícitas ante problemas o dilemas sociales o económicos.
La aplicación de unas u otras técnicas dependerá del problema a resolver. No requiere de las mismas reglas de análisis un anuncio, el rediseño de una línea de packaging, el restyling de una marca, la aplicación de políticas de precios en función de perfiles o la implementación de una aplicación financiera móvil. Cada caso exige su estudio en profundidad, la selección de una metodología adecuada a los fines pretendidos, la definición de la hipótesis correcta, la planificación de la investigación y la selección de los sujetos de estudio que representan el público objetivo, el uso de algoritmos congruentes de análisis de resultados y la intervención en cada paso de profesionales cualificados para cada área.
Durante los años en los que solo se hablaba de neurociencia aplicada al marketing, surgieron muchos detractores del ámbito académico-científico que tildaron esta disciplina como ciencia falsa y, hasta cierto punto, tenían razón por las razones aludidas más arriba y porque el “halo de misterio” que rodeaba a cada estudio venía acompañado de un presupuesto realmente abultado que solo podían permitirse las grandes compañías. Hoy debemos reformular este concepto. En una semana les cuento cómo.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena