La expresión “la experiencia siempre es un grado”, a tenor de cómo se está configurando el panorama laboral reciente, ya no es una sentencia apreciada ni tenida en cuenta para defender un puesto de trabajo, tal como demuestran las estadísticas del Ministerio de Empleo y Seguridad Social.
Cada día, los mayores de 45 años son el segmento que más crece en porcentaje de despidos y en tasa de tiempo desempleado. Una situación extrañamente incoherente con las sugerencias de patronal y entidades reguladoras de alargar la edad de jubilación hasta los 70 años para garantizar la perdurabilidad del sistema público de pensiones. No es lógico defender esta propuesta y permitir que las empresas lleven a cabo despidos en torno a los 55 años, en muchos casos con un largo historial de cotizaciones que quedan en suspenso, o devaluadas, poco antes de alcanzar la merecida jubilación.
Tampoco es razonable fomentar con incentivos fiscales la contratación de personas jóvenes y no vigilar la discriminación por edad a la que son sometidas las personas no tan jóvenes cuando han de buscar trabajo. El problema, en este caso, no es que las empresas prefieran trabajadores noveles porque puedan ofrecerles contratos precarios que no aceptarían los mayores, sino que directamente descartan sus currículum sin examinar qué pueden aportar ni darles la oportunidad de ser escuchados.
Muchos responsables de recursos humanos escudan esta conducta en la falacia de que ya no tienen energía suficiente, pueden caer enfermos con más asiduidad, pretenden cobrar más dada su trayectoria profesional, son más “torpes” con las nuevas tecnologías, se resisten a soportar jerarquías más estrictas, etc. Estos ejecutivos, posiblemente siguiendo instrucciones de la dirección de su empresa, están contribuyendo sin duda a debilitar la estructura de su compañía perdiendo la oportunidad de incorporar trabajadores que tienen dos activos fundamentales: saber trabajar y saber trabajar inmersos en una estructura.
“Saber trabajar”, vamos a tildar así a esta habilidad, significa no solo tener los conocimientos necesarios para llevar a cabo una tarea, implica también saber proyectar el trabajo de la manera más eficiente, obviando procesos improductivos y centrando el esfuerzo en alcanzar el objetivo fijado con los recursos imprescindibles. También representa tener autonomía suficiente para detectar más rápidamente estos últimos o buscar la información necesaria para encontrar los más idóneos. A “saber trabajar” no se aprende en las universidades ni en las escuelas de negocios. Se aprende, disculpen la obviedad, trabajando.
La segunda destreza, “saber trabajar inmersos en una estructura” no quiere decir tener claro que deben someterse a una jerarquía o cadena de mando donde solo se es un eslabón más para acatar y repartir órdenes o estar sujeto a las normas y procedimientos internos (esto dependerá del tipo de empresa), sino a trabajar colaborativamente, a reconocer los circuitos internos (y ayudar en su mejora) para aportar conocimiento y para solicitar ayuda de quien la puede facilitar, a formar equipo dentro de su área de trabajo y a cooperar para extender la red de colaboradores a toda la organización, a tener una agenda de contactos externos en los que apoyarse para obtener mejores propuestas de proveedores o acceso más directo a clientes. Este “saber trabajar inmersos en una estructura” solo se adquiere…, eso es, trabajando.
La capacitación para estas dos habilidades no es una cuestión de formación, aunque la especializada ayude para mejorarlas, sino de años de experiencia en los que se afrontan tareas de diferente naturaleza, en algunas de ellas se parte de cero y en otras se requiere de la adquisición de nuevas destrezas; se crece dentro de la organización asumiendo diferentes retos y roles; se cambia de compañía o de sector, ampliando conocimientos y respetando nuevos reglamentos; se adoptan tecnologías innovadoras o se adecua a diferentes procedimientos.
La experiencia siempre fue tenida en cuenta porque conllevaba la capacidad para adaptarse a cualquier entorno laboral y porque aportaba valor al conjunto de la empresa. Hoy no parece estar claro cuando nos encontramos con informes que revelan que el 85% de los currículum de mayores de 55 años (según la Fundación Adecco) son descartados directamente sin valorar, o que solo el 0,5% de las ofertas de empleo se dirigen a este segmento de población, o que el 43% de los mayores de 50 años lleva cuatro años sin encontrar trabajo, o que el 40% de los responsables de recursos humanos piensan que es arriesgado contratar a un mayor de 50 años…
Estamos ante la normalización de la discriminación por razón de edad y los diferentes gobiernos, en general, parecen no darse cuenta de ello cuando estamos ante una situación realmente grave de descapitalización del conocimiento de las empresas, con el consiguiente riesgo de debilidad competitiva, y de salida de personal altamente cualificado justo cuando el envejecimiento de la población sitúa al 25% de los ciudadanos entre los 55 y 65 años.
Una administración que no encuentra soluciones eficaces para afrontar la crisis económica, que va camino de convertirse en sistémica, no puede permitirse el lujo de sostener con el sistema de prestaciones sociales a desempleados que deberían estar aportando estabilidad al progreso económico de la sociedad.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena