Mientras lee este artículo, si lo hiciera sentado en una terraza, observaría desfilar ante sus ojos una larga fila de mujeres y hombres, casi por igual en número, que ocuparía una longitud de 271 km. O expuesto de otra forma, cada minuto, de manera ininterrumpida y durante un año completo, estarían saludándole con una mezcla de resignación y ansiedad todos los parados cuya edad está comprendida entre 55 y 65 años. Por encima de las cifras y estadísticas de cualquier fuente que versen sobre desempleo o desocupación, es necesario visualizar el drama de cada uno de ellos, de cualquier edad y condición, aunque en estas líneas me ocupe de aquellas personas que las circunstancias han empujado al abismo del paro tras una larga vida dedicada a trabajar y ayudar a construir el país.
Todas ellas nacieron cuando la tecnología aún estaba por irrumpir desaforadamente en nuestra cotidianeidad y por revolucionar la economía y las relaciones profesionales y personales. Han crecido a su mismo ritmo, han adoptado cada innovación y se han adaptado a cada nueva versión. Han enseñado a la generación siguiente a armonizar lo digital y lo físico con confianza. Han sabido liderar con franqueza el tránsito cultural entre los “babyboomers”, la “generación X” y los “millenials”. Y ahora sufren las consecuencias de un cataclismo que le ha dado la vuelta a sus vidas y que enfrenta a la sociedad con una dolencia (el edadismo) que no quiere reconocer ni paliar porque le es más cómoda la huida hacia adelante.
La crisis ocasionada por la pandemia será superada (como otros ciclos económicos de recesión o depresión); en cambio, lo que no tiene perspectivas de mejora es el posicionamiento de empresarios y administración para resolver la pérdida de conocimiento, experiencia y competencias cuando se decide prescindir de un segmento de población con excusas tan peregrinas como temerarias. La automatización de procesos, la digitalización de los canales, la robotización de tareas, la virtualización de las relaciones personales, el cifrado de las transacciones o la “omni-datificación” son solo expresiones multimodales de la tecnología que avalan los cambios disruptivos que estamos viviendo, pero no pueden servir para justificar el carácter del mercado laboral y quién tiene más o menos derecho a permanecer en él, no solo cuando se produce una recesión económica sino, como hemos observado incluso en tiempos de bonanza, cuando se acomete la “acelerada digitalización” de algunos sectores.
Entender la tecnología no significa saber escribir líneas de código cómo única condición, implica vislumbrar los cambios que puede llevar asociados y prepararse para evolucionar al unísono, anticipar las revoluciones que conlleve y saber complementar los recursos digitales con la humanización de las soluciones. Y, paradógicamente, quienes pueden aportar esa visión son los que han transitado del universo analógico hacia el digital con absoluta normalidad, los que comprenden los mecanismos que subyacen en cualquier proceso automático porque antes lo han realizado manualmente, los que exigen aplicar una capa ética a los algoritmos frente a los que confían a estos la toma de decisiones éticas. En definitiva, los que aún saben diferenciar lo esencial de la realidad de la cosmética de lo virtual.
Es cierto que no siempre la tecnología es la excusa, pero quizá sea lo que más peso adquiere en la discriminación laboral de las personas mayores de 55 años e, incluso, de 50 años. La perpetuación de los estereotipos discriminatorios hacia este colectivo, para despedirlos o no contratarlos, da por ciertas creencias que, nada más aplicar un poco de atención, se revelan como parte de una falacia narrativa fácil de refutar que sigue formando parte de la cultura corporativa de la mayoría de las organizaciones.
Para tratar de frenar esta situación, desde tribunas expertas en gestión de recursos humanos, se defienden diversas soluciones como facilitarles oportunidades para trabajar por proyectos o a tiempo parcial, colaborar con actividades sociales, promover planes de tutorización o mentorización de emprendedores… Posibles alternativas que no dejan de ser como consuelo para el afligido ya que, aun siendo opciones válidas, se constituyen en el reconocimiento de que llegados a una edad deben “dedicarse a otra cosa”.
No obstante, hay empresas (muy pocas) que prefieren defender a los trabajadores mayores de 50 años porque están más preparados para tomar decisiones, demuestran mayor lealtad y estabilidad emocional, saben trabajar en equipo y liderar proyectos, son más resilientes por haber sufrido y participado de éxitos y fracasos, tienen una mayor capacidad de adaptación al haber presenciado y superado ciclos económicos de diverso signo, su experiencia les garantiza una mejor visión del mercado a medio y largo plazo, conocen las organizaciones y sus jerarquías, son capaces de seleccionar lo realmente importante y desatender lo superfluo, tienen una extensa red de contactos fortalecida por intensas relaciones profesionales y, también, siguen teniendo vitalidad y curiosidad por seguir aprendiendo.
Despreciar todo ese talento y habilidades, con el avance imparable del envejecimiento de la población, implica seguir alimentando el estancamiento económico y el deterioro del estado del bienestar. Reflexionemos sobre ello porque, de seguir así, quizá haya que reformular el contrato social.
José Manuel Navarro Llena