“Es más importante lo que crea que lo que crece”
Joaquín Araújo (naturalista)
Justo después de la celebración de la Cumbre de la Tierra realizada en Río de Janeiro (1992) hubo un movimiento global para adoptar medidas urgentes y más contundentes para proteger el medio ambiente. Los verdes en Alemania fortalecieron sus posiciones en el gobierno, grupos ecologistas en diferentes países crecieron en afiliados y se les empezó a escuchar en las corporaciones locales, y la cuestión del “cambio climático” y el uso racional de los recursos caló en la población y en las empresas, aunque tímidamente. De hecho, esta cumbre no sería la primera, ya que en 1972 se celebró en Estocolmo la Conferencia Científica de las Naciones Unidas, en la que se elaboró la declaración que enunciaba los principios para la conservación y mejora del medio humano y un plan de acción que contenía recomendaciones para la acción medioambiental internacional.
El Programa 21 elaborado en Río de Janeiro alentó las esperanzas de consenso y movilizó muchas conciencias que, hasta entonces, no se habían preocupado del impacto real de la actividad humana y empresarial en su entorno natural. Por entonces, en el ámbito financiero lo que más se podía aproximar a esta inquietud global fue la “moda” de destinar un 0,7% de beneficios a proyectos y organizaciones no gubernamentales, si bien más como mecanismo de justificación para defender un modelo de responsabilidad social, que entonces ya se consideraba prudente contemplar y difundir (recordemos los famosos GRI -Global Reporting Initiative- usados para medir el compromiso de la compañía en diferentes ámbitos), que como principio estratégico.
Por aquellos años y aprovechando la corriente “ecologista” que se respiraba en diferentes sectores, decidí que el trabajo fin de máster con el que defender el título de postgrado sobre Marketing Financiero estuviera basado en trasladar algunos principios de la ecología de poblaciones y de sistemas a un modelo de marketing más innovador. La formación que estaba recibiendo por entonces como biólogo me permitió abordar una nueva visión que diera prioridad a la sostenibilidad y la corresponsabilidad en las relaciones entre las instituciones financieras, el entorno donde actuaban y con los colectivos con los que se relacionaban. En mi proyecto hablaba de marketing verde y algunas de las líneas de trabajo descritas fueron más tarde encuadradas en lo que se conoce como desarrollo sostenible para el ámbito financiero.
Si recordamos el concepto de Desarrollo Sostenible recogido en el Informe Brundtland, éste consiste en “satisfacer las necesidades actuales de las personas sin comprometer la posibilidad de que las generaciones futuras puedan satisfacer sus propias necesidades”. Por ello, defendía que el marketing sostenible debe contribuir a encontrar puntos de encuentro entre el mundo de los negocios y los retos medioambientales y sociales en los que la situación resultante sea beneficiosa para ambas partes (Fundación Entorno).
Hace medio siglo que se empezó a hablar de cambio climático y de preservación del medioambiente más allá de los círculos científicos, pero aún se está lejos de conseguir revertir las terribles consecuencias de la actividad humana, aunque muchas empresas hayan contemplado como variable estratégica observar en sus modelos de responsabilidad social la mejora de procesos de abastecimiento y de producción para ser menos lesivos con el entorno. Uno de los sectores, como anticipé en mi TFM, que posiblemente tendría más influencia sobre la conducta de muchas empresas y ciudadanos sea el financiero, además de ser uno de los que antes puede resolver la disminución de su huella de carbono.
En este contexto, el Banco Central Europeo anunció el año pasado el desarrollo de una serie de pruebas de estrés de riesgo climático a las que se someterán un importante número de empresas y bancos de la zona euro, para poder determinar el impacto que tiene esta variable en la solvencia de la entidad. El riesgo climático se integra en un enfoque general que contempla los factores ambientales, sociales y de gobernanza (ASG) cuya cuantificación se podrá trasladar a los particulares, inversores y al mercado financiero, tanto en términos de rendimiento como de solvencia, siendo también una de las posiciones a vigilar por parte de organismos reguladores y supervisores.
De hecho, ya en 2018 la Network for Greening the Financial System (NGFS) reconoció que «los riesgos relacionados con el clima son una fuente de riesgo financiero. Por lo tanto, está dentro de los mandatos de los bancos centrales y de los supervisores asegurar que el sistema financiero sea resiliente a estos riesgos». Por ello, textualmente sugirió las variables del cambio climático que afectarían de manera más estructural al sector: (I) Impacto de gran alcance en amplitud y magnitud sobre todos los agentes de la economía (hogares, empresas, gobiernos), en todos los sectores y geografías. (II) Carácter previsible a pesar de que los resultados exactos son inciertos, dado el horizonte temporal y la trayectoria futura, existe un alto grado de certeza de que en el futuro se materializará alguna combinación de riesgos físicos y de transición. (III) Irreversibilidad en la medida que las consecuencias de la elevada concentración de gases de efecto invernadero sobre el cambio climático no pueden ser revertidas con la actual tecnología existente. (IV) Las medidas a corto plazo que se adopten hoy sobre la magnitud y la naturaleza de los impactos futuros dependerán de las decisiones políticas que se tomen, su credibilidad y orientación al largo pazo. Esto incluye acciones de gobiernos, bancos centrales y supervisores, participantes en los mercados financieros, empresas y hogares.
En relación con la segunda variable, los supervisores y reguladores han consensuado los riesgos financieros que derivarán del cambio climático en el ámbito físico (los que vienen determinados por los fenómenos climáticos adversos que ya se están sufriendo) y en el de transición (provocados por todos los ajustes económicos que es necesario realizar para poder disminuir las emisiones de carbono y procurar una mayor sostenibilidad del medio ambiente), en relación con los riesgos de crédito, de mercado, de cobertura, reputacional, operacional y de liquidez, para determinar cómo se comportarían en los diferentes escenarios climáticos posibles.
La NGFS define cuatro escenarios, uno catastrófico, dos adversos y uno óptimo que dependerán de la capacidad de ejecución de las medidas gubernamentales, el nivel de emisiones de carbono y el cambio tecnológico. Solo en el caso óptimo o central (Orderly transition), en el que las políticas climáticas sean ambiciosas y se introduzcan con urgencia, los riesgos físicos y los de transición serán moderados y habrá tiempo y oportunidades para reaccionar y hacer los ajustes necesarios que ayuden a mitigar el impacto del cambio climático.
El diagnóstico de estos riesgos, desde una visión transversal, ha de ir más allá de una mera reflexión intelectual o un ejercicio de cálculos complejos recogidos en informes periódicos de las autoridades bancarias para advertir de en qué medida se ve afectada la estabilidad financiera. Debe haber un compromiso real y tangible de todo el sector para integrar la sostenibilidad en su estrategia corporativa, no como un puro ‘greenwashing’ (o lavado verde de cara), sino como reordenamiento de los principios que definen su misión, priorizando los que contemplen el beneficio común de los efectos sociales, económicos y medioambientales de su actividad. Deben tener una visión a largo plazo que tenga en cuenta los intereses de las generaciones actuales y futuras. Y deben tener un enfoque integral de sus actuaciones para asumir la responsabilidad de hacer participar a todas las personas que integran la organización en las decisiones que afectan a su desarrollo.
El enfoque “verde” en la industria financiera se ha centrado en crear productos y servicios que incorporasen ciertos criterios para su concesión, sobre todo en los de financiación, de manera que se fijaban condiciones para la finalidad y se evaluaba la sostenibilidad y no participación de las empresas solicitantes en determinadas actividades no sostenibles. En los de inversión no se llegaba más allá de certificar que el dinero de los inversores iba destinado a proyectos sostenibles, aunque la trazabilidad del dinero en determinados activos y derivados financieros aún sigue siendo complejo averiguarla. En cambio, en la actualidad tendría que ser “mandatory” para el sector contemplar factores éticos, sociales, de sostenibilidad y de gobernanza en su propia actividad, en la de sus shareholders, stakeholders y en la de sus clientes.
No se trata de aplicar cambios estructurales, procedimentales o tecnológicos (que también), sino de abordar una transformación profunda de la cultura corporativa para ordenar las prioridades del negocio (anteponiendo el bien común) y para asumir un papel relevante en las políticas públicas como ejemplo del despliegue de su capital privado para la financiación de proyectos que ayuden a revertir las consecuencias del cambio climático y de su modelo de canalización del dinero ahorrado por sus inversores hacia instrumentos financieros soportados por productos y actividades sostenibles.
Por desgracia, el plazo del punto sin retorno anunciados por los científicos se va acortando cada año, y gobiernos, entidades y reguladores tienen muchas claves para actuar. Ponerse de acuerdo a nivel global es solo cuestión de voluntad. Y de supervivencia.
José Manuel Navarro Llena
Publicado en ITUser, nº 75, pág. 63-66.
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@jmnllena
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