267 genes

Muchos seguidores de la serie Black Mirror se vieron sorprendidos y decepcionados por la decisión de su creador, Ch. Brooker, de no continuar su producción tras el cierre de la quinta temporada con solo tres episodios; básicamente, según sus palabras, lo hizo porque su objetivo fue crear una corriente de opinión y reflexión, a través de historias autoconclusivas, sobre los peligros que la dependencia tecnológica puede acarrear al ser humano. Pero, lejos de producir un marco de discusión, solo consiguió normalizar la distopía que ya vivimos, aunque no nos demos cuenta. De aquel intento de agitar conciencias solo ha quedado un producto cultural muy atractivo que genera adicción, no un punto de partida para deliberar sobre los riesgos que la tecnología puede ocultar tras su halo de facilitadora de relaciones, generadora de procesos más eficientes, habilitadora de nuevas oportunidades de negocio o proveedora de una mejor calidad de vida.

Algo muy parecido sucedió con la emisión del documental “The social dilemma”, en el que su director, J. Orlowski, trató de señalar el surgimiento de un nuevo modelo de “capitalismo de vigilancia”, o de “captación de la atención”, el cual se nutre de la actividad de las grandes plataformas tecnológicas y de las redes sociales en el mercado que han creado para negociar con los datos de miles de millones de personas. Datos que se multiplican exponencialmente cuando se consigue que los usuarios permanezcan pegados a sus dispositivos móviles durante el mayor tiempo posible, ofreciéndoles mediante algoritmos la información que más les interesa o que más implicación emocional (positiva o negativa) les puede suscitar. El impacto que el documental tuvo no solo no provocó una diminución del uso de las redes sociales ni causó la baja de usuarios, sino que supuso un incremento superior al 10% de actividad el mismo día de su estreno en la plataforma Netflix.

En esta misma plataforma, la película “Don´t look up”, del director A. McKay, marcó un hito de audiencia y despertó opiniones de todo signo sobre cómo ha abordado la respuesta de políticos, medios de comunicación, empresas y de la sociedad ante un inminente Armagedón anunciado por unos científicos que terminan siendo objeto de críticas, mofas y protagonistas de las más histriónicas referencias en redes sociales y shows televisivos de dudosa calidad. Es inevitable establecer una comparación entre la certeza de colisión de un cometa con nuestro planeta, tratada en la película, con los incontestables riesgos medioambientales debidos al cambio climático que están amenazando la estabilidad de los ecosistemas. Las evidencias científicas (en la película y en la realidad) encuentran resistencia en los poderes políticos y económicos, cuyos lobbies condicionan a medios de comunicación y sociales para recortar la información e, incluso, generar desinformación para alimentar los argumentos de negacionistas y de plataformas que defienden el desarrollismo a ultranza y el crecimiento ilimitado. Las voces de alarma de la comunidad científica encuentran poco eco en una sociedad que prefiere seguir a un futbolista que buscar información veraz sobre cuestiones medioambientales (sugerencia: hagan una consulta en Google trends y comparen las búsquedas de, por ejemplo, “cambio climático” frente a “Cristiano Ronaldo”; el resultado es muy ilustrativo).

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No sabemos si, en otros momentos de nuestra historia, los mensajes que subyacen a las tramas de las tres cintas anteriores hubieran encontrado otro acomodo en las conciencias de los espectadores. Si hubieran supuesto un revulsivo para, al menos, hacer una reflexión colectiva del camino que estamos siguiendo hacia una sociedad “adormecida y aislada” por los efectos de la hiperconectividad, la accesibilidad a múltiples canales de comunicación interpersonal y la recepción de información seleccionada y filtrada por algoritmos. O si sus creadores hubieran sufrido censura y persecución por mostrar los riesgos que la aplicación de las tecnologías digitales (y la inteligencia artificial -IA- que las alimenta) están provocando en la sociedad: desconexión emocional, soledad, desinformación, ansiedad por pérdida de información en tiempo real (el llamado FOMO -fear of missing out-), relaciones de dependencia superficial, empatía distorsionada, discriminación por falta de habilidades o de recursos digitales, desenfoque de la realidad…

Desde que en 1997 G. Kasparov fuera derrotado por la versión mejorada del IBM Deep Blue, la IA y su aplicación a diferentes soluciones de ámbito personal, empresarial o industrial se ha perfeccionado exponencialmente y ha ocupado espacios reservados a la inteligencia natural o, al menos, que le eran inherentes o particularizaban la naturaleza del ser humano: la creatividad. No solo como expresión artística en cualquiera de sus manifestaciones, sino como habilidad para resolver problemas desde diferentes perspectivas.

Más allá de que compositores, pintores, coreógrafos, arquitectos, escritores, cineastas o escultores utilicen la tecnología para ejecutar sus creaciones, la IA está perfeccionando el proceso creativo mediante sofisticados desarrollos de razonamiento por analogía. Esto permitirá a las máquinas observar un problema, planificar ensayos, interpretar resultados y proponer soluciones. Estas soluciones pueden abarcar desde una creación artística (ya hay casos de pinturas, libros y música realizados por un programa de IA) hasta la experimentación científica para perfeccionar medicamentos y tratamientos. Algo que parecía una capacidad exclusivamente humana, como es la asociación de ideas y sus posibles combinaciones inusuales para encontrar soluciones inesperadas (recordemos el concepto de serendipia), puede dejar de serlo en muy poco tiempo.

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La evolución natural parece estar siendo substituida progresivamente por la tecnológica, hasta el punto de que otra capacidad típicamente humana, las emociones, también está siendo objeto de programación para que las máquinas tengan comportamientos emotivos para establecer vínculos empáticos con las personas. Creatividad y emoción son la puerta para acceder a la voluntad y la conciencia, momento clave para el libre albedrío. Detrás de cada algoritmo existe un desarrollador, una persona que usa su inteligencia para reafirmar su condición humana en el sistema artificial que ha creado; el resultado podría ser que el sistema generativo producido se convierta en intérprete de su propio creador.

Hace 40.000 años, Neandertales y Homo sapiens compartían territorios y recursos. Ambas especies eran muy parecidas, tanto en lo físico como en la conducta social, de caza, artística y espiritual (a tenor de los enterramientos encontrados). Aunque compartían ancestros comunes (la separación filogenética se produjo hace 600.000 años) sus dotaciones genéticas diferían en dos aspectos cruciales. El primero: si bien se producían apareamientos, los embarazos en hembras de Homo sapiens con padre Neandertal, cuyo feto fuera de sexo masculino, eran inviables; la estructura del cromosoma “Y” neandertal era incompatible con el genoma de la madre. En cambio, si el feto era hembra, el embarazo era viable (estudio publicado en la American Journal of Human Genetics). Y el segundo: según la investigación en la que ha participado la Universidad de Granada, el Homo sapiens cuenta con 267 genes, ausentes en los neandertales y denisovanos (coetáneos de ambas especies), responsables de regular la creatividad humana; esta circunstancia es la que influyó en mejorar sus habilidades cognitivas, facilitar el desarrollo tecnológico, resolver problemas, favorecer la cooperación y, en definitiva, imponerse a las otras dos especies y continuar la evolución hasta nuestros días.

Quizá pueda parecerles un símil distópico, pero es inevitable vislumbrar cierto paralelismo entre neandertales-sapiens y humanos-máquinas porque cuesta entender el empeño de trasladar nuestra inteligencia creativa a los algoritmos mientras que a una gran parte de la sociedad nos la extirpan desde pequeños en modelos educativos que no la estimulan, como tampoco las capacidades de análisis y de visión crítica.

 

José Manuel Navarro Llena

@jmnllena

 

 

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