Hace unos meses les ofrecí el artículo titulado “Si se callase el ruido” en el que, de una manera más visceral que racional, traté de recoger el espíritu de todo lo que se nos escapa cada día, de lo realmente importante, al estar silenciado por el tumulto de los noticiarios, por la palabrería infinita de los políticos o por la insaciable voracidad del capital deshumanizado. Coincidía por entonces la celebración del 50 aniversario del mayo francés, un movimiento que pretendió abrazar nuevas libertades, como la de expresión y la sexual; de impulsar de manera más sólida el feminismo, el ecologismo, el antibelicismo y el laicismo; de erradicar las desigualdades económicas, raciales y culturales; en definitiva, crear un mundo nuevo con más voluntad que resultados. Porque, ¿qué nos quedó de todo aquello, además de eslóganes, camisetas y algunas canciones ya maltrechas?
En aquella columna, hacía referencia a la devastadora situación que estamos viviendo respecto de la violencia contra las mujeres con estas palabras: “Si se callase el ruido, seríamos capaces de sentir en nuestra piel, como dagas en la cera trémula, el grito ahogado de la flor deshojada a golpe de sacrilegio, de la dentellada vil y siniestra de la jauría insatisfecha buscando su regocijo salvaje en la suave línea del misterio. En nuestros ojos no cabrían más ‘noes’ alzándose como muralla inmarcesible para revelarnos que siempre hay otro lado de la calle donde nunca duerme la canalla cobardía de las manadas. Si se callase el ruido, temblaríamos viendo la cal de las paredes salpicada de súplicas sin respuesta, de la amargura ante la mano alzada y el golpe doméstico, de los ‘te querré eternamente’ rodeando el cuello con dedos mordaces, de los ojos infantiles queriendo huir de las faldas ensangrentadas para hundirse en un futuro sin noches ni refugio. Temblaríamos salvajemente”.
Pues bien, por desgracia el ruido no cesa para que podamos percibir lo que realmente sucede bajo los titulares de los medios de comunicación, o de las declaraciones de políticos de uno u otro signo queriendo aprovechar la situación para reclamar la atención de la ciudadanía con manifestaciones más programáticas que comprometidas con la búsqueda de soluciones reales y eficaces.
Cada muerte se convierte en debates improductivos acerca del código penal, en monólogos enfrentados entre quienes quieren consolidar posiciones radicales de un feminismo reivindicativo o de un machismo reaccionario, o en manifestaciones en redes sociales y en las calles que duran lo que un minuto de silencio. Hasta que se produzca un nuevo suceso y memes y hashtag substituyan el dolor real por el clamor colectivo, el compromiso individual por el mensaje viral, el deber de que esto cambie por la esperanza de que “a mí no me toque”.
Ruido que no cesa para encubrir la normalización de la barbarie progresiva en una sociedad que se va haciendo cada vez más sensible a la noticia y menos vinculada a la tragedia a fuerza de recibir cada cuatro días un informe exhaustivo, o menos detallado, dependiendo de quién sea la mujer y de las circunstancias de su terrible asesinato.
Las voces que se alzan para reclamar medidas que garanticen la seguridad y la libertad de las mujeres, con argumentos que no tienen que ver con el motivo y origen de la violencia contra ellas, nada dicen de cómo abordar el problema desde la base. Quizá porque habría que resolver cuestiones que están referidas con la educación, con los valores morales, con la convivencia en armonía, con el diagnóstico genético del riesgo potencial de actos violentos y su prevención, y con la instauración de una igualdad real entre personas, no entre géneros.
Ruido que no cesa enaltecido por los discursos de feministas que aspiran a ocupar el mismo espacio y nivel del machismo rancio, y por la respuesta de un machismo contestario que se fortalece con cada acusación que entienden va contra el “orden natural de las cosas”. Argumentos de unos y otros manejados por los medios de comunicación, por programas “rosas” y por “reality shows” para ganar audiencia y empobrecer, de paso, la visión cada vez más maniquea de una parte de la población, que termina por justificar la barbarie debida al exceso de confianza de la mujer, a la ligereza de su indumentaria o a la valentía de su conducta.
Ruido que no cesa para acallar las cifras reales de violencia entre personas porque en la actualidad no venden tanto como las de género. Que el 62% de los homicidios producidos (cifras del primer informe nacional sobre homicidios en España) sean de hombre a hombre, que el 7% sean de mujer a hombre y que el 3% sean de mujer a mujer, no tienen tanta relevancia como que el 28% sean de hombre a mujer. Todo el dramatismo de estos datos es manejado sesgadamente para lanzar mensajes que crispan, enfrentan y generan el miedo atávico al sexo masculino en lugar de trabajar conjuntamente en la búsqueda de soluciones que erradiquen la violencia en sí misma, porque el valor de la vida de un ser humano no depende de su género sino de lo irrepetible de su existencia.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena