Y, sin embargo
¿qué vamos a hacer sobre este asunto
tan importante de las otras personas?
¿tan mal dotados estamos todos como para
imaginar el funcionamiento interior de otros
así como sus objetivos secretos?
- P. Roth
La idea del destierro es aterradora. O al menos debería serlo para una persona cuando se la condena a tal castigo, magnánimo en comparación con la pena de muerte pero insondable respecto del futuro vacío existencial.
El exilio implica la ruptura con todos los lazos sociales, los pasados y los que se hubieran podido establecer. El individuo en esa situación pierde el sentido de pertenencia y el sentimiento de protección y ayuda que le propicia su clan o tribu frente a lo desconocido, lo extranjero. Sin el grupo está perdido, desvalido. Y si esta situación se produce a temprana edad, las carencias afectivas y de relación provocan taras muy difíciles de recuperar. Aquí el tiempo no funciona como bálsamo sanador.
La socialización para los humanos es necesaria porque permite la interiorización de una serie de pautas de conducta que influyen en los procesos de desarrollo biológico, afectivo y cognitivo. En el plano biológico adoptamos costumbres que nos moldean en relación con el medio, de similar manera a cómo lo han hecho nuestros antepasados durante miles de años, y nos preparan para adaptarnos a aquél. El afectivo nos propicia la salvaguarda emocional en el entorno próximo y modela la personalidad que alcanzaremos en la madurez. Y el cognitivo favorece la categorización del pensamiento, el asentamiento de valores y la capacidad para anticipar el futuro y hacer planes orientados a objetivos.
Así, cualquier sistema sociocultural está mediado por tres aspectos adaptativos (M. Harris): la ecología, la estructura social y la ideología. Las diferentes combinaciones que se pueden producir entre las posibles variaciones de cada uno de ellos darán lugar a núcleos sociales más o menos numerosos, cuyas características en cuanto a lenguaje, idiosincrasia, actitudes interpersonales, sistema económico, relación con el medioambiente, etc., conformarán identidades colectivas claramente diferenciadas. En unos casos complementarias y, en otros, en permanente enfrentamiento.
Pero lo que es común a todas las sociedades es la presencia, en el cerebro de sus individuos, de neuronas espejo (G. Rizzolatti) cuyo descubrimiento ayudó a comprender la capacidad de los humanos para procesar la información que es relevante para la vida social, mediante mecanismos reflejos que favorecen la interacción y el aprendizaje, pilares de la cognición comunitaria. Y que también determinan el nivel de empatía de sus individuos, algo íntimamente relacionado además con los mecanismos de solidaridad y con la cooperación para la toma de decisiones colectivas frente a dilemas sociales (T.Z. Ramsoy et col).
Como consecuencia de lo anterior y de la estrecha relación de los individuos que componen una sociedad, ésta se comporta como un organismo complejo autoorganizado que exhibe unas características macroscópicas que ninguno de los componentes del sistema posee de forma aislada (A.J. Smart). Algo similar sucede en las grandes colonias de animales (hormigas, abejas, peces) y en las estructuras neuronales, en las que el conjunto es capaz de procesar la información para adaptarse al medio y dar una respuesta adecuada a cada situación aunque los individuos, o células, que las conforman no tengan conciencia de su papel en el conjunto.
En cambio, los humanos sí que podemos adquirir conciencia de las reglas que estructuran la sociedad, crear nuevas normas y adoptar decisiones al respecto. El problema es cuando esta conciencia individual es suplantada o superada por la conciencia colectiva y se produce una autoorganización adaptativa, como los movimientos sociales espontáneos. Difíciles de predecir y difíciles de controlar.
Lo que se denomina inteligencia colectiva puede ser la responsable de adoptar mejores decisiones o más acertadas que las de los propios individuos. Pero en otros casos, por desgracia, se produce un fracaso tremendo debido a que la mayoría se deja influir por los miembros que primero se han manifestado erróneamente, lo cual puede conducir a delirios colectivos por el llamado “efecto rebaño” o sesgo de influencia social (J. Lorenz).
En estos casos, las personas pueden perder contacto con sus referencias morales individuales y cambiar sus prioridades cuando hay un “nosotros” en el que disolver su responsabilidad (M. Cikara) y actuar de forma diferente a cómo lo harían aisladamente.
En este contexto, una sola palabra puede llevar a elegir dos soluciones radicalmente contrarias para un mismo problema, en cuestión de segundos, aunque pensemos que hemos elegido por nuestro propio criterio lógico (Kahneman y Tversky). Lo cual denota lo altamente influenciables (o manipulables) que podemos llegar a ser.
2015 será año de elecciones. Todos los partidos han puesto en marcha su maquinaria de comunicación para sosegar e influir en una ciudadanía altamente preocupada por los problemas más sangrantes de la actualidad: la maquillada e irreal salida de la crisis y la impune instalación de la corrupción en los estamentos públicos. La mecha está encendida, sólo hay que esperar que prenda la inteligencia colectiva y no el efecto rebaño.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena
Deja una respuesta