La ciudad ha comenzado el otoño en un discurrir rutinario de aconteceres que van ocupando los periódicos y las vidas de su ciudadanía, acostumbrados a que las cosas pasen por azar o porque así ha de ser. Y de esta forma, las lluvias que dan la bienvenida al frescor de la época vuelven a convertir algunas aceras del centro en auténticas pistas de patinaje para los peatones, que sufren lo indecible en su caminar, acordándose del genio que mandó colocar ese suelo más propio para caminar con alpargatas que con zapatos. Las calles se convierten en ríos, cuyas aguas buscan por dónde colarse, encontrando sumideros atascados por un mantenimiento poco previsor; y los pasos subterráneos, pocos, son trampas para los coches que quedan apresados en ellos. Rutina ciudadana que observa cómo los peatones mueren atropellados, y los conductores se ven atrapados un día sí y otro también en unos accesos que dejan de serlo, calles atascadas en las que se pierden miles de horas y de litros de combustible que van llenando las arcas de un Estado al que parece importar poco el bienestar de los que lo conforman.
Ciudad rutinaria cuando el turismo se va quedando en casa y la entrega a los miles de estudiantes que pueblan sus calles, que llenan el botellódromo inventado un día, hace ya tanto tiempo, por aquel alcalde que sigue siéndolo hasta que Ciudadanos pida que se haga efectiva su condición de gobierno municipal, mientras unos temen el cambio, otros se frotan las manos con él, y a muchos les da igual. Las quinielas tienen pocos nombres, y las listas para las próximas elecciones generales vendrán a dejarlos en uno, aunque hay quien quisiera que fuera ninguno. Al final, barruntamos que los apellidos que aspiraron a ocupar una presidencia ocuparán una alcaldía, pero de tierras bien diferentes, que Madrid es otra cosa. Todo estará bien, pues todo entrará de lleno en una rutina de una ciudad que marcha en velocidades cortas y con el espejo retrovisor delante de los mismos ojos. Mientras tanto, Santa Adela parece importar a pocos, casi solo a quienes la habitan. Ser pobre no es solo no poseer bienes, es también no tener quien se preocupe por ti cuando lo necesitas. Todo lo demás viene a ser como los rayos y truenos de las tormentas de estos días, mucho ruido, mucha agua que deja las evidencias al aire, y pocas nueces al final. Rutinas de una ciudad que cada día amanece como el anterior, con la falta de un sueño por alcanzar, aunque tal vez ese siga siendo el sueño de algunos, porque a la postre la inmensa mayoría se conforma con seguir caminando por sus calles sin caerse por los resbalones o sin ser atropellado. Y los días pasan y pronto los abrigos mostrarán que este pequeño lapsus que es el otoño, entre calores y fríos, se ha acabado una vez más. Rutina al fin de un territorio que ve pasar los tiempos como a la vida misma.