El apretón de Pompeya

Esta vez tronó el Vesubio, pero los resultados no llevaron cenizas. El buen hombre se iba por las patas abajo, y a sus 80 años había pocas cosas que le importaran. Pidió a su mujer que guardara la puerta, que nadie entrase bajo ningún concepto. Presto, buscó un habitáculo cómodo y seguro, y pronto se puso a la labor, humana sin duda. Las fuerzas de seguridad observaron cómo una señora impedía el acceso al recinto a las gentes que querían entrar en la Casa de Menandro, que bien podía ser una servicial de varios oficios, pero que en este caso solo estaba siendo usada en uno. El hombre fue sorprendido, pero él no quería, con los pantalones en los tobillos y en pleno apretón. Los resultados estaban allí, y no eran las cenizas del Vesubio, aunque los gases podrían haber eliminado a cualquiera de haber estado un poco más concentrados. Los ministros italianos de Cultura y de Cohesión territorial fueron informados ipso facto, estaban cerca, aunque sus olores y funciones eran otros. La noticia dio la vuelta al mundo: un español había defecado en Pompeya. Fue denunciado y se echó, suponemos, tierra sobre el asunto. No querían levantar ampollas diplomáticas ni remover más la cosa nostra, así que zanjaron la cuestión con una multa tras entregarle un plano de las ruinas en el que se ve perfectamente que entrando a la derecha hay unos servicios que tienen hasta agua corriente.

El mal del viajero, ese que se adueña de todo lo que comes durante días y días, guardándolo en tu interior en una posesión maldita, y te impide que vea la luz la naturaleza tal y como fue diseñada. Ese mal que solo lo entiende quien lo padece, y que cuando llegas a la farmacia, o a la apoteca, o a la botica, según dónde te pille, y te venden esos estimulantes que se supone que desencadenarán la erupción vesubiana, los envuelves y los guardas, ansioso de llegar a la habitación alquilada, y allí tomas, o pones, o lo que digan las instrucciones, y aguardas, un rato, y otro rato. Y nada, y aburrido te vas a Pompeya, que las vacaciones han costado un riñón y no es cosa de perderlas en baño extraño, extrañísimo. Y ahí puede llegar el problema, que te alcancen los ruidos sísmicos en un lugar que, como en Pompeya, no tengas a mano unos servicios. Y te da igual el campo, un árbol, un hoyo o la casa de Poncio Pilatos, que allí vas de cabeza. Y ahí suspiras en el alivio de una naturaleza que obra como han de obrar las personas estén donde estén. Y después, que lleguen los carabineros con ministros y legionarios, que te da igual, porque te has quedado más a gusto que un emperador. Y si tienen que multar que multen, que eso solo lo sabe quien lo padece, y más ahora, que estamos en las fechas que estamos. Y si no hay quien pague ya habrá quien deba.

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