Hasta luego, Lucas

Gregorio hubo de esperar a los sesenta años para entregar a los demás ratitos de felicidad. Ya ve, cuando nos llaman a jubilarnos puede ser el momento de volcarse y entregar lo que llevamos dentro. Nos hizo reír y sonreír, y olvidar por instantes problemas que nos atenazasen. Ya sé, quienes vigilan de forma canóniga a los que consideran importantes es fácil que no den la categoría que a ellos les apetece a quienes dedican la vida a crear sonrisas. Pero a esas almas tristes tal vez les falte un poco de pecador y de fistros, y quitarle seriedad a una existencia que son, a la postre, dos días, y que ya se encargan de arruinarnos los que solo saben fastidiar la vida a los demás. Gregorio transmitió emoción y risa, funambulismo con el lenguaje y arte, mucho arte, sin necesidad de muchos estudios para captarlo. Que no todo va a ser política o dineros. Que no, que al final queda lo que queda, un puñado de tierra o polvo volando por los aires. Y un recuerdo que puede arrancar la sonrisa de unos labios que callan. Y este malagueño supo sembrar la sonrisa hasta en esos escépticos que solo piensan en cosas muy, pero que muy serias. De ellos será otro reino, pero no el de la carcajada que alarga la vida. Chiquito de la Calzada rompía entre sus acompañantes por su originalidad, y en estos tiempos ser original es muy peligroso. Algunos incluso mueren en el intento. Otros son silenciados directamente por los sabios, los que repiten lo que antes han visto u oído, y cuya creación máxima precisa agua abundante para digerirla. Pero él no, él fue alguien que inventó una forma nueva de llegar, y con ella, aunque me tachen de lo que quieran, que me da igual, logró el principal objetivo de la lengua: transmitir, crear, despertar las neuronas de la tolerancia y de la risa, que rejuvenece y mejora hasta los ritmos cardiacos. Qué pocos Chiquitos quedan que sean capaces de reírse hasta de su propia sombra, de expresar con el cuerpo y acompañar con la palabra, inventada o descontextualizada, de llegar a todos, sin más vueltas, sin más pretensiones. Y encima era andaluz, boquerón, para más señas, y bañado en música, arte jondo, que lo acompañó toda su vida. Y una guitarra. Los grandes quedan en los corazones, su forma de entrar puede ser muy diferente, y las sociedades se alimentan con un abanico enorme de colores. Gregorio Sánchez, como tantos otros, ha dado muchas pinceladas en la parte que le ha tocado, y estos días ha subido a la gloria de los que lo dieron todo a cambio de una sonrisa. Y esos son los más grandes, porque ya sea con la literatura, con la música, con la pintura, con cualquier arte, quienes hacen que nuestra vida sea más feliz merecen el recuerdo desde la humildad de quienes apenas sabemos nada. Hasta luego, Lucas, espéranos en tu reino.

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