Todo parece lejano, y sí, ocurrió en otro siglo. En unos días el asesinato de Ana Orantes volverá a saltar a los medios. Lo hizo hace unas semanas por un error de las redes. Han pasado veinte años y apenas hemos aprendido nada. Ellas siguen muriendo, y ellos siguen matando. Es el límite. Antes ocurren muchas cosas, muchas miradas, muchas amenazas, muchos silencios. Los hay sutiles, quienes desde su conocimiento de la mente de ella toman la ventaja suficiente para ir tendiendo trampas implosivas en su cabeza. La torturan sin apenas mover un dedo, con movimientos apenas susceptibles de ser sentidos, salvo por ella. Los demás no comprenden, no ven, no tienen datos que les lleven a comprender esas malévolas maniobras. Y él, el maltratador, se viste de víctima, de desamparado, de incomprendido, de casi desahuciado de la vida. Y día a día va marcando el camino, las curvas, las subidas y las bajadas que ella ha de recorrer, desde las maniobras o desde los silencios. Nadie sabe nada, y quien intuye algo enmudece. Porque el silencio es el más grande de los aliados del maltratador. Y todos callan, porque no está bien visto interferir, ni tan siquiera en exparejas, cada cual ha de defenderse como pueda, también quien se ha visto arrebatada de las mínimas condiciones de defensa, porque él sabe, conoce dónde tiene cada uno de sus suspiros, y los va ahogando en el instante en el que el interés llega a su puerta. Mirar hacia otro lado, decir que ya se avisó, alentar a pelear, callarse… Respuestas poco eficaces cuando quien sufre no halla el respaldo entre quienes dicen llevar su misma sangre, entre quienes se ornan como amigos, o entre quienes viven cerca. Luego, cuando la sangre fluye sin remedio, todo son golpes de pecho. Y él, reconvertido en víctima, bufa en silencio y en su oscuridad, con abrazos de quienes se solidarizan con su mala suerte, de los que necesitan sentir sus emociones reflejadas en alguien a quien intuyen suerte y poder en sus manos. Sus manos, esas que apenas se mueven, porque no es preciso, porque sabe que solo con el silencio, o con unos pocos gestos va a conseguir que ella acabe con el cuerpo roto. Roto por las ruedas de un tren, o por una ventana abierta, o por unas pastillas malditas, o de tristeza o soledad inducida. Y él, sin sangre en las manos, se las frotará después de que todos vengan a darle el pésame, o el seguro deposite en su cuenta lo que le corresponda, o el gobierno le pague por viudo. Y el silencio volará entre las tumbas del cementerio, donde solo irán aquellos que recuerdan un nombre, un rostro, una risa, y tal vez alguna queja leve, casi susurrada en alguna ocasión, mientras ellos miraban hacia otro lado, negándole siempre la fuerza de su razón, sin ampararla ante sus miedos.