A mí la intromisión de Felipe González y la de José María Aznar en la vida pública española, ya sea en conferencias o presentación de libros, respetando por su puesto la libertad de expresión de cada individuo, me recuerda al acompañante del conductor de coche que, permanentemente, está advirtiendo con antelación lo que el conductor ve a no ser que esté ciego de copas. «Cuidado que hay un semáforo en ámbar». «Gira a la derecha». «Frena, frena que te comes al motorista». «Prudencia, reduce la velocidad». «Mira, mira ahí tienes un radar…» Deja huella el poder y siempre queda ese halo protector con el suplente. Es que somos, cuando somos, imprescindibles y únicos y, a veces, nos perpetuamos en nuestro ego sin ser.
Eso, o algo parecido, está ocurriendo en los subliminales mensajes que vienen lanzando, a izquierda y derecha, Aznar y González, expresidentes del gobierno de España en diferentes escenarios. Ambos personajes, con sus luces y sus sombras, hicieron lo que a su juicio había que hacer en cada momento de su mandato y lo hicieron sin tener en consideración, probablemente, lo que hubiese hecho su antecesor.
Felipe y José María crean confusión, polémica, irritación o controversia entre sus filas y no aportan elementos o tesis positivas en un contexto actual de gran complejidad que deben afrontar los actuales responsables políticos libremente. Felipe no da puntada sin hilo y suele ser más ambiguo y mesurado en sus críticas a la dirección de su partido. Aznar me recuerda a Gila cuando en su monólogo del inspector que se fue a Londres para descubrir a Jack «El destripador», detuvo al asesino en la calle con indirectas: «Aquí se va a detener a alguien». « Aquí alguien ha matado a alguien». Y tanta insinuación avergonzaba al criminal que, sonrojado, se entregaba declarándose culpable.
Lo cierto es que González y Aznar no pueden desprenderse, psicológicamente, de su anterior estatus de presidentes del gobierno y hablan convencidos de estar en posesión de la verdad de su experiencia. A veces parece como si quisieran volver al ruedo ibérico para lidiar los astados del momento. Aunque «nunca segundas partes fueron buenas».