Hemos tenido un puente festivo, entre años que se fueron y otros que llegaron, de sabrosos robos en la hostelería de afamados establecimientos del ramo españoles que han sido objeto de la larga mano del que manga.
La butronería fina se llevaba antes, cuando los ladrones eran gente honrada, en entidades bancarias pero bien saben los amigos de lo ajeno que los bancos, ahora, solo dan créditos de calderilla y que el oro se encuentra bien oculto en la caja de Ali Baba donde es difícil de penetrar aunque conozcas la palabra mágica.
Los rateros han olfateado los fogones que han venido alimentando, con pulardas y asados y algún que otro marisco gallego los estómagos en Navidad con vinos de alta puntuación y variadas ginebras aromatizadas, en copa de balón, y han arrasado con el cajón del pan del sudor de la frente de gente que vive de dar de comer al hambriento y dar de beber al sediento.
Me ha llamado la atención el robo, por el procedimiento del butrón, al centenario Café Gijón situado en el castizo Paseo de Recoletos madrileño, famoso por sus tertulias literarias que desde finales del XIX, organizaron intelectuales y artistas, de diverso signo político, en torno a las características mesas de hierro forjado y mármol en las que se bebía el agua de Litines o bicarbonato, la zarzaparrilla o el café de pucherete en reuniones que no se prolongaban más allá de las siete de la tarde.
Por el Gijón desfiló nuestro paisano Federico García Lorca, que gustaba de ocupar una mesa exterior con el torero Ignacio Sánchez Mejías en los tórridos veranos de la Corte y Villa. Y en su interior, con asistencia de la más plural sociedad, se alzaban voces y discusiones, sobre el bien y el mal, lo divino y lo humano, a cargo de Jardiel Poncela, Foxá, Cela, Francisco Umbral, Ángel González o el joven actor Fernando Fernán Gómez, que fue el creador del premio literario de novela corta que lleva el nombre del popular café y cuyo primer galardonado fue el recordado César González Ruano. Todos ellos, y otros no nombrados, alcanzaron la celebridad y el reconocimiento público.
«Hace unos treinta años el café ya fue objeto de otro robo -me comenta el actual encargado del famoso establecimiento-, pero ni entonces ni ahora pudieron llevarse la historia y el símbolo vivo de ésta Casa». El Café Gijón, con el tiempo, se ha convertido en el santuario laico de la cultura y probablemente algún día aciago intente, otro saqueador, robarle unos euros pero jamás podrán robarle su identidad.
He prometido como sufragio solidario, un día de éstos, comerme unas croquetas, en memoria de Jardiel, un rabo de toro en recuerdo de Sánchez Mejías y un café, de los de antes, en mesa de mármol blanco en honor de tan ilustre clientela. Pobres ladrones.