Debajo de la sombra de la tinta del nuevo académico Esteban de las Heras, a quien Dios dé larga vida para disfrute de quienes le queremos y de las Buenas Letras, hoy quiero recordar a José Emilio Pacheco, que se nos ha ido esta semana que acaba para convertirse en «Prosa de la calavera»: «Cuando tú y todos los nacidos en el hueco del tiempo que te fue dado en préstamo acaben de representar su papel en este drama, esta farsa, esta trágica y bufa comedia, yo permaneceré por largos años: descarnada, desencarnada».
Me viene a la memoria el susto que nos dio coincidiendo con su viaje a Granada para recoger el premio internacional de poesía «Ciudad de Granada. Federico García Lorca», con el que fue distinguido hace unos años .
José Emilio Pacheco llegó al aeropuerto de Granada bastante complicado de salud, hasta el punto de que Juan García Montero, el edil de Cultura que había acudido a recibirle, ordenó su urgente traslado, en ambulancia, al hospital de Traumatología, donde fue asistido con celeridad y acierto por varios facultativos. Durante el traslado, me contó García Montero que José Emilio le cogió la mano y le dijo: «Juan, perdóname, pero me estoy muriendo». «Pero mientras la carne me disfraza y las células interiores me electrifican soy (al menos para ti: cada una o cada uno) el ombligo del mundo, el centro del universo». Por fortuna se trató de una reacción alérgica alimentaria, de la que se repuso en veinticuatro horas.
García Montero y yo lo visitamos en la UCI y respiramos hondo cuando el poeta empezó a contar historias y alguna que otra ocurrencia para disipar males mayores. En efecto, el diagnóstico, según los médicos, no dejaba dudas y tranquilizó, tanto al paciente como a nosotros, alarmados, seriamente, ante la posibilidad de que se tratase de algún proceso más complejo y delicado teniendo en cuenta que el acto de entrega del galardón literario se iba a celebrar 48 horas más tarde, como así sucedió para bien de todos.
El también premio Cervantes, (2010) -que lo recogió en Alcalá de Henares «parodiando» a su paisano, Cantinflas, por falta de tirantes- recibió en Granada, cinco años antes, la estatuilla de luna lorquiana, obra de Miguel Moreno, en el Auditorio Manuel de Falla, donde, dentro de unos días, los Príncipes de España volverán a presidir el acto de entrega del más importante premio internacional de poesía en habla hispana, aunque no se diga con la frecuencia y el énfasis que acredita el galardón. Pacheco pasó unos días agradables en la ciudad con dos obsesiones. Un abrigo que le había regalado su mujer y que pensó que lo había perdido, aunque luego se confirmó que vino de México sin él, y una dichosa y moderna ducha del hotel que no sabía cómo hacer funcionar y que le obligó a ducharse de rodillas, hasta que le explicaron el funcionamiento del artefacto.
Por lo demás, José Ángel, buena cuchara, degustó gran parte de nuestra gastronomía, aunque repitió con las habas y el jamón.
Pacheco era un gran hombre y un extraordinario poeta del mundo, aunque en su tierra no fuera profeta, cuestión por lo común frecuente, que hoy he querido recordar con su «Prosa de la calavera», que perdurará en los siglos, mientras su cuerpo reina ahora en el pudridero.