Quería yo montar el belén, con unas preciosas figuras del barrista Jiménez Mariscal que guardo en el altillo del armario, porque el árbol lo tengo expuesto en el salón de casa todo el año mayormente porque es un coñazo, con tanta bola, adornarlo y despelotarlo. Por otra parte, en el mes de agosto refresca el ambiente y en cierta medida el arbusto ofrece un toque medioambiental grato. Pero el caso es que cuando he ido a reclutar las figuritas a una se le ha roto el brazo, a la gallinita le falta una pata, a San José la vara, al niño Jesús un dedo… en fin un desastre para que entrar en más detalles. La verdad es que me arrepiento de haber guardado las figuras porque, por muy cuidadoso que seas en el embalaje, de un año para otro, alguna te aparece coja, tullida o decapitada.
Yo tendría que hacer con el belén lo mismo que hago con el abeto. Tenerlo todo el año expuesto y evitar que la doméstica le pase el plumero, – porque si no estamos perdidos– y que el polvo del tiempo anide en la casa de Herodes, en el Pesebre, en los pastorcillos, en los animalitos, en las cabezas y cuerpos de los reyes magos y en sus camellos. Al fin y al cabo el polvo es como un lento reloj de finísima arena llena de ácaros que nos va marcando el paso del tiempo.
Como soy de los clásicos me niego a comprar en los chinos las piezas plastificadas de la representación belenista de tal forma que me acosté con un tremendo desconsuelo y roto de dolor, que diría un buen amigo mío. Ingerí un tranquilizante y pasé la noche con sueños extrañísimos. Me vi de reportero con una grabadora, en medio del desierto. Entre dos luces y guiado por una estrella, con dificultad, llegué a alcanzar un pequeño poblado. Una rústica ciudadana que portaba un cántaro apoyado en la cadera me ofreció del líquido elemento. Era ron de oriente. Yo, en agradecimiento, le regalé una pegatina del Real Madrid y loca de contenta empezó a gritar ‘¡Hala Madrid, hala Madrid!’. Y salió corriendo. Más tarde me tropecé con un pastor, sin cabeza, rodeado de ovejas que en vez de balar cacareaban. Desconcertado le pregunté: «Señor sin cabeza, ¿dónde estamos?» Estamos en Belén, me respondió con voz ventricular. Le dije que si podía indicarme donde se encontraba el portal con el recién nacido y me indicó que lo más cómodo era que cogiera el LAC y luego hiciera transbordo hasta un lugar llamado ‘Al- Majayar’. Así lo hice.
Una pastorcilla me recibió en la parada y me preguntó que si yo era el periodista. Le enseñé mi carné y me invitó a seguirla por una vereda al tiempo que me advertía que nada de fotos y que preguntas breves y poco comprometidas. Yo asentí con un gesto inconformista. Llegamos al pesebre y descubrí el misterio. Pablo Iglesias disfrazado de San José. La virgen era Tania Sánchez, y un niño canijo en la cuna que, -la madre que lo parió-, tenía el careto de Íñigo Errejón. «No tiene porque sorprenderse, –me aclaró el líder de Podemos, alisándose la coleta hemos ocupado el pesebre con gente de mi equipo y como soy ateo, para hacer la pascua, en estas fechas me llamo Pablo Turrión que es mi segundo apellido. La mula y el buey han sido confiscados por Monedero».
En esto llegó una manifestación con pancartas y pastores cantando «Queremos Turrión, Turrión, Turrión. Seguimos queriendo Turrión». Y me desperté en el filo de la cama, sin grabadora, desangelado y con zozobra.