Hermosamente humana la humilde reflexión que ha puesto, inopinadamente, epílogo a la joven carrera de Gregorio Morales, como escritor, antes de reposar en un descanso que resultó ser eterno. Ésa es la verdadera intemporalidad. Te vas a la cama, paseas por la calle o brindas, copa en alto, con un grupo de amigos y, de repente, el reloj de lo intemporal se para. Así es nuestra frágil maquinaria existencial. ¿Quién tiene poder para controlar la inmortalidad? En la antigua Roma es sabido que los césares, -aunque fuese de cara al popolo- esclavos teatrales, de vez en cuando, les susurraban al oído: «Cesar, recuerda que eres mortal». Los césares, falsamente adorados y adulados, solían pasarse el aviso por los laureles.
La semana pasada, Gregorio, había sido objeto de un robo en su domicilio y desde ese primer momento en el que eres consciente de que alguien, sin tu consentimiento, de forma ilegal ha invadido tu íntimo hábitat, tú privacidad, el súbito sentimiento que te aflora es la impotencia. Después, ese allanamiento de morada, te produce rabia, desesperación e incluso, psicológicamente, inseguridad personal o familiar que no es fácil de superar.
Gregorio era un intelectual libre. Yo diría que, en lo literario, fue un francotirador de la palabra. En lo personal se me antoja una especie de acróbata que volaba como Juan Salvador Gaviota. Pero aún las personas libres guardan con celo, pese a la niebla que suele empañar la realidad, de forma posesiva sus objetos más preciados.
El recordado Gregorio, que tenía vista larga, pero algo de presbicia, observó que los ladrones, los amigos de lo ajeno, los cacos, los rateros, los saqueadores, habían respetado sus pertenencias menos el ordenador. Para el escritor granadino el robo de su ordenador, en un principio, era como quitarle su más sagrada herramienta donde se vuelcan artículos, fotografías, películas, proyectos, y la vida ìntima. El ordenador se ha convertido en la caja fuerte de lo que somos y de lo que podemos ser en un futuro en un escenario tecnológico mundial controlado. Somos hijos de las nuevas tecnologías y de ellas nos servimos. Se trata de una servidumbre convenida.
Gregorio Morales «entró al trapo» por un artículo mío, en relación con una carta que recibí desde la Casa Blanca, firmada por Michelle Obama, tras su visita a Granada. Gregorio enseñó su cara crítica, pero también humorística y socarrona a la que yo respondí con gran sarcasmo y juego literario que llegó a «enfurecerle», amenazando con cortarse la coleta, si le demostraba que en la misiva había una sola línea amorosa de la primera dama americana hacia mí. Marcando distancias, por mi parte, fueron como aquellos dardos columnarios de Emilio Romero y Jaime Capmany. Para los curiosos ahí están las hemerotecas que suele recoger la intemporalidad de lo dicho.
Gregorio sufrió el protocolo de la denuncia, de la inspección policial, de la honda pena. Momentos antes de su muerte escribe su artículo para IDEAL y concluye: … «los ladrones han hecho por mí lo que tantos buscadores espirituales tratan infructuosamente de hacer: desprenderse del ego para encontrar lo que nada ni nadie pueden arrebatar, frente a lo cual las máscaras caen hechas añicos. Entonces sentí una enorme dicha. Ahora lo sabía: ¡el alma no puede ser robada!».
Con la feliz enajenación, el querido Gregorio fue al encuentro de Cloto, Láquesis y Átropos, las mitológicas viejas hermanas que una hilaba, la otra devanaba y la última cortaba el hilo de la vida del hombre.