Hace unos días, el mar Cantábrico, hizo una de las suyas y sorprendió a los bañistas con una galerna en la playa de la Zurriola en San Sebastián provocando un descenso de la temperatura de 10 grados. Con el calor que padecemos, con insistencia, hubiésemos agradecido en otros puntos de España que el fenómeno marítimo se extendiera y bajase el mercurio para refrescar un poco el ambiente. Porque las cabezas con tanto «calorín» no funcionan con la normalidad que sería deseable.
Nos sorprenden, del mismo modo, las «galernas» dialécticas que suelen provocar una bajada de la temperatura intelectual como la errónea aseveración de Jaime Peñafiel, el paisano permanentemente «diasporado», que con motivo de la presentación de uno de los últimos libros sobre la figura de Lorca ha acusado, injustamente, alardeando de un supino desconocimiento de los hechos, a la familia Rosales de permitir la detención y el triste final del poeta. Obvia Peñafiel un valiente gesto y una realidad afectiva innegable y es que Pepe Rosales, «Pepiniqui», que se encontraba en el frente de Órgiva, cuando tiene noticias de la detención de Federico se presenta en la calle Duquesa, sube al despacho del comandante Valdés, jefe militar y civil de la provincia, y pese a la amistad que hasta ese momento mantenían, de forma enérgica y bronca le exige al gobernador militar la puesta en libertad de Federico. La respuesta de Valdés es de tal irascibilidad que, violentamente, desenfunda su pistola y la pone encima de la mesa echando del despacho a Rosales. No tengo constancia ni verbal, ni documental de personas que fueron testigos de aquella desagradable escena, pero conocida la humanidad y nobleza de la familia Rosales intuyo que algo hizo, lo único que se podía hacer en plena Guerra Civil, tras la trágica ejecución de Lorca. La otra galerna que me ha dejado helado ha sido la decisión de los miembros del Consorcio constituido por representantes del Gobierno central, Junta de Andalucía, Ayuntamiento y Diputación de abrir el Centro Lorca sin que en su interior esté depositado y ordenadamente expuesto el valioso legado de García Lorca. Ése era y debe seguir siendo, como es natural, la razón de ser del edificio de la plaza de La Romanilla, independientemente de que el nuevo espacio cultural acoja coros y danzas, pitos y flautas, los títeres de cachiporra, verbenas y alguna relevante exposición. Pero el centro nació como nueva sede de la Fundación Lorca, que en la actualidad se ubica en Madrid.
Reconozco afortunada, por otra parte, la decisión del Consorcio de estudiar y ejercer las acciones jurídicas oportunas para que la Fundación acredite o pague la deuda contraída con el ministerio de Cultura y la Junta de Andalucía.
Me extraña mucho, e incluso me «galerna», tanto letargo -una década- en la construcción del feo edificio y un final incompleto viscosamente enigmático, oscuro, con un gerente de la Fundación señalado como presunto sujeto fraudulento, en paradero desconocido, y una Laura, sobrina nieta del poeta, que tampoco da la cara ante un escándalo insospechado pero, tristemente, propio del estigma de ésta ciudad marcada por alguna maldición de los dioses pre hispánicos.
La llegada del legado que exista, al día de hoy, de Federico a la Granada, que tanto quiso y que lo masacró indecentemente, debería ser, tendría que ser, un símbolo de la vivificación del poeta representado en su ingente obra creativa literaria y artística. Ése fue el noble proyecto originario. Estamos acostumbrados, en ésta tierra, por haraganería a la paciente espera «sine díe».