Los hermanos Lumière no fueron conscientes de lo que habían creado. Auguste y Louis, como se sabe, fueron los padres del cine. El cine existe, no solo porque hay argumentos literarios, guiones, actores, luces, sonido, maquillaje, sastres, decorados, efectos especiales, composiciones musicales y un director, si no porque la cámara hace posible captar, filmar y después proyectar cualquier historia en movimiento. ‘El Semanero’ no dedica hoy su espacio al denominado séptimo arte pero sí a la proliferación de las modernas cámaras de seguridad que nos controlan, unas veces como en la película ‘El Show de Truman’, es decir, ajenos a ellas y otras, como en el reality televisivo ‘Gran Hermano’, conscientes de ellas.
La legislación sobre el uso y utilización en espacios públicos de dichas cámaras se me antoja confusa, poco precisa e incluso graciable, pese a que, fundamentalmente, trate en esencia de preservar el derecho a la intimidad de las personas. No será la primera ni la última vez que un helicóptero de la Jefatura de Tráfico nos enseñe, con el zoom, las malas prácticas de algunos conductores que sueltan el volante para acariciar el pernil de la dama acompañante. No será la primera ni la última vez que las cámaras de un banco inmortalicen a algún cliente aliviándose la inopinada picazón en sus partes pudendas. Y no será la primera ni la última vez –por poner tres ejemplos– que compre fruta, que deposite en el suelo una bolsa –con cuarto y mitad de boquerones– y una descuidera se la lleve mientras me dispongo a pagar unos aguacates de la Costa Tropical, como captaron, ayer, las cámaras del comercio. En Londres se calcula que hay instalada una cámara por cada catorce personas. A mí no me molestan. Creo que en España las detestan, con fundamento, los delincuentes.
Esa puesta en común de la corporación municipal de Granada, –exceptuando a los representantes de la marca blanca de Podemos– de aprobar la solicitud de escasas videocámaras, como elementos disuasorios que eviten el salvaje vandalismo que día a día va deteriorando nuestro único y hermoso patrimonio monumental y artístico, es una medida de gran acierto. Yo viví de cerca, por mi condición circunstancial de ‘fraile’ del conventual sitio de la Plaza del Carmen, ‘el secuestro’ en 2005 de la pequeña ‘Danzante’, en la plaza de Gran Capitán, obra de la motrileña Francisca García, encargada por Asunción Jódar, dama XXIV, en homenaje a las mujeres del siglo XXI. Y me alegré de la inteligente y eficaz actuación investigadora policial que dio como fruto, a los pocos meses, la devolución al patrimonio municipal de la delicada pieza.
Yo, en primera persona, quería cámaras, más cámaras, como en Londres, porque sufría como granadino y administrador delegado el constante deterioro de la popular escultura de Carlos V, en la plaza de la Universidad, cuyo brazo pétreo era fracturado, –bárbaro ritual–, cada apertura de curso académico. La restauración del anual daño suponía un gasto de medio millón de las antiguas pesetas de las arcas municipales.
Al igual que sufrí el día que me informaron de que habían seccionado la cabeza al busto del santo Juan de la Cruz, de Antonio Martínez, en el carmen de los Mártires y que afortunadamente, gracias a una necesaria limpieza integral del lago del histórico lugar, apareció el bronce entre fango y verdín. Granada es una ciudad patrimonialmente rica. Debemos proteger con todos los medios legales ese extraordinario legado. En otras cosas somos pobres de solemnidad. Más cámaras, por favor. Por ello debería ser diligente el TSJA en sus decisiones. Lo han pedido los representantes del civilizado pueblo