Cristianos y musulmanes están sufriendo la perversión del terrorismo islámico. Terrorismo que, hay que recordar, dejó profunda huella en España el 11 de marzo de 2004. Ya pocos memorizan el terrible atentado, ni el número de muertos y de heridos. Ni siquiera tenemos la consideración de los efectos traumáticos que padecen, dolorosamente, muchos conciudadanos de por vida, tras el bárbaro suceso. Igualmente parece borrada de nuestra mente la siembra del terror vasco, de la banda criminal ETA, que nos rompió el alma a los españoles por un objetivo tan «estúpido» como ha calificado el prestigioso Financial Times en relación con el inalcanzable sueño independentista de Cataluña.
El terrorismo islámico es un movimiento preocupante que ya se ha definido como ideólogo de una guerra «santa» mundial, hábilmente estructurado y diseñado. Estos desnortados asesinos «elegidos», algunos de ellos en países occidentales, han abrazado un islamismo «estúpido». Y es estúpido porque no es racional, ni lógico que un niño, una niña, una mujer o un hombre, pertrechados de chaleco explosivo, voluntariamente u obligados, a la voz de «Alá es grande» se suiciden en lugares públicos, provocando una masacre de imprevisibles consecuencias. El uso en vano de Alá con fines criminales, es una invocación engañosa y blasfema. Forma parte del adoctrinamiento, en el odio y en la inmolación, para alcanzar el paraíso.
A las pocas horas de producirse los atentados de París recordé algunas crónicas de Saiz-Pardo «junior» publicadas en este periódico, en las que nos anunciaba la persistente demanda del extremismo islamista que sigue reclamando Al-Andalus y obsesionado en recuperar, sobre todo, «la llave» que Boabdil entregó a Isabel y Fernando de la ciudadela alhambreña sin sangre.
Nos decía, en el último artículo, que el mal llamado Estado Islámico, al margen de captar mujeres y hombres suicidas, perturbados y sanguinarios verdugos, a través de las redes sociales, mezquitas o barrios marginales, quiere ejercer proselitismo, ahora, bajo los puentes de la indigencia y la mendicidad, a cambio de terminar con su triste vida y alcanzar la «gloria». ¡Qué sensibilidad islámica por los menesterosos en nombre de Alá!
Granada es una ciudad donde se ha ofrecido generoso acogimiento a muchos musulmanes que hoy, fraternalmente, ocupan muchos lugares emblemáticos con ejemplar coexistencia. De tal forma que todos los demócratas musulmanes, e incluso los vecinos granadinos que profesan el Islam, deberían dar testimonio de repulsa y rechazo a la violencia terrorista que amenaza seriamente la convivencia en paz.
Obligado es, por otra parte, que los estados, no solo los occidentales, se unan para la erradicación del lacerante fenómeno. Creo que ha llegado el momento de tomar cuantas medidas sean precisas, sin ningún tipo de complejo, para acabar con esta guerra que nos puede sorprender en cualquier lugar, cualquier día y a cualquier hora y que tanto dolor está causando a muchas víctimas inocentes.