Para ser sinceros, el resultado de las pasadas elecciones generales, con turrón incluido, estaban cantadas, encuestadas, opinadas y, sobre todo, animadas de ante mano por un voto ‘cabreante’ –avivado por la extremada izquierda podemita y los ‘Mr. Proper’ de Ciudadanos– que, fundamentalmente, pretendían, y lo han conseguido, romper el bipartidismo en España en provecho propio. Parte del pueblo votante –porque hay, existe, electorado que no vota pero protesta con contumacia– creyó en los nuevos textos bíblicos de las emergentes opciones.
Aquella puesta en escena preelectoral de los novedosos estilosos y estilistas, anticasta, de una renovadora política propia del país de las maravillas, fue acogida con fervoroso alborozo por algunos, pero las urnas nos dieron unas pascuas atragantadas por el enorme polvorón del insólito escrutinio –lo hemos comprobado– que a unos días de que finalice el tiempo reglamentario el ‘tutti frutti’ político, es incapaz de negociar y ponerse de acuerdo para formar gobierno en España.
Predicen, los iniciáticos oráculos, que el mapa político ante unas nuevas elecciones generales, la geográfica territorialidad de los consabidos aspirantes quedaría, más menos, tal como hoy.
Elecciones, ¿para qué? No parece, a priori, una solución por diversas razones la convocatoria de otra consulta, cuyos resultados se antojan gemelos con los obtenidos en diciembre. Conformar un gobierno será, muy probablemente, bastante más difícil que en la actual situación, salvo que se entiendan tirios y troyanos en esa alineación planetaria de la que en estado de éxtasis habló en su día aquella inefable ministra de la era zapatera.
Los partidos políticos, en mayor o menor responsabilidad, han demostrado manifiestamente una incompetencia absoluta, anteponiendo sus réditos frente a los intereses del Estado. En ese sentido margino a la formación Podemos, de Pablo Iglesias, porque es evidente que el Estado es lo que menos le importa. Tenemos ejemplos diarios de conductas de dudosa legalidad y antidemocráticas de sus dirigentes en diferentes comunidades españolas donde, por desgracia, han anidado. Pero el Partido Socialista, configurado por Pedro Sánchez, ha vetado, desde el primer momento al Partido Popular, aun siendo el partido más votado, para un acuerdo de gobierno incluso con invitados. Inexplicable y absurda actitud, que tampoco es compartida por muchos dirigentes solventes socialistas, entre otras razonables
reflexiones porque la columna vertebral ideológica de ésta tierra pasa, fundamentalmente, por dos caminos que alimentan el espíritu del centro derecha y el centro izquierda de la ciudadanía. Lo demás, sin perdón, es residual y nada ejemplarizante. La brujería de los futurólogos apuesta ante una nueva llamada
a las urnas, porque el PP se quede como el paralítico que se fue a Lourdes y, ante un inevitable accidente mortal, pedía a la Virgen quedarse como estaba. Que Podemos con el Partido Comunista y las marcas blancas se eleven en un ligero ascensor en la segunda posición –apasionante premonición–, el Partido Socialista bajaría las escaleras mecánicas de la tozudez y el grupúsculo de Albert Rivera, quedaría
como un celaje disipándose en el horizonte político.
La gran mayoría de los ciudadanos se siente frustrada, desmotivada, harta. No creo que una irremediable llamada a las urnas provoque mucho entusiasmo popular. La actitud de Pedro Sánchez ni se entiende ni será entendida por muchos. Espero que nadie ni nada rompa el hilo conductor de una sociedad que se comprometió y ha venido trabajando por un país que selló, un presente y un futuro democrático. Habrá
que modificar, muchas cosas, sin duda. Hay que regenerar el tablero del ajedrez político, pero evitando el jaque mate que intenta imponer la dictadura de una minoría corrosiva.