Estos días he disfrutado como un niño con zapatos nuevos –aunque hoy habría
que decir como un niño con ‘smartphone’ de última generación– al contemplar una curiosa colección de pianos verticales llegados del vecino país francés. Me gusta visitar los rastros, posiblemente porque uno ya no está como la procesionaria, para recorrer los laberinticos pasillos de Ikea que sabes cuando entras, pero sueles hiperventilar a la salida.
Los pianos estaban muy envejecidos, descoloridos externamente del barniz original,
las teclas de marfil –ahora son de plástico– amarilleaban, tal vez del sudor y la nicotina de los dedos de sus tocadores. Dentro del instrumento, en su corazón de cuerdas percutidas, ni por curiosidad observé lo más mínimo por temor a encontrarme con la hermana polilla que, según los últimos estudios científicos, suele tener buen oído. Eso queda para los restauradores. Pero, a los que nos apasiona la música, es tentador ver un piano, el más completo de los instrumentos, levantar la tapa y, suavemente, acariciar su teclado. Algo sublime. Es como hacer manitas en la ‘púber’ con el primer amor, en una sinfonía de fantásticas sensaciones.
En aquel rastro los pianos, distintos, estaban, alineados en su soledad, desafinados, a
la espera de que algún coleccionista se los llevara a su casa y les diera, no sólo hogar, sino vida y afinamiento. Toda aquella muestra me recordó a esta tierra.
Granada tiene pianos de referencia, histórica, con arte y afinación: el de Federico, el
de Falla, el de Pepita Bustamante, el de Carrillo o el de la maestra Maribel Calvín… Sin
mencionar a las nuevas generaciones, que son muchos y grandes intérpretes, que hacen de Granada ciudad poética, literaria y musical. Capital de la Cultura.
Cuando, espontáneamente, pulsé el teclado de algunos pianos, en aquel rastro, pensé que a nuestra ciudad había que afinarla y conseguir retos que nos proporcionen desarrollo y prosperidad y menos frustraciones. No podemos estar siempre inactivos, «esperando a Godot». Porque Godot es, dramáticamente, un personaje inexistente, a quien a pesar de todo se espera, sin saber qué porta. Una ciudad con ése enorme potencial histórico, cultural y natural no se merece ni el desatino ni el desafino de las distintas administraciones.
La chufla del mal llamado Metro. El AVE que no vuela. El museo de la ciudad, que ha
sido ignorado, como el teatro de la Opera. La tomadura de pelo de la Fundación Federico García Lorca, consorciada, del edificio –con financiación pública– que presumiblemente debía albergar el legado del poeta por decisión, en su día, de sus herederos. Un aeropuerto que abarca, chuscamente, a dos provincias, Granada y Jaén, con vuelos rasantes.
Un museo Arqueológico con expectativa ruinosa. Esa presa de Rules que sigue arrojando agua al mar. Y el Puerto de Motril que tiene comandante pero le falta la fiel infantería. O esa Alpujarra, que podía estar en la lista de espera para ser declarada Patrimonio de la Humanidad y que la desidia envidiosa de muchos y el falso mensaje de los engañosos predicadores ha paralizado…
Granada me la he imaginado, después de visitar las naves del rastro y sorprenderme
con esos históricos instrumentos, como un piano abandonado después de un concierto memorable – como aquellos que ofrecía el maestro Rubinstein, en los Arrayanes–. Lo auténticamente lamentable es que el piano –Granada– caiga una y otra vez en manos insensibles, perversas, inexpertas, dando la desafinada nota y esperando a Godot.