Cuando verdaderamente estamos cansados, algunos, de escuchar palabras vacuas y sandeces que nos llegan habladas o por escrito, en directo o en diferido, de diversa temática es reconfortante que en el templo de la sabiduría, que es nuestra Universidad, se oiga en las aulas, –a diario salvo excepciones, porque nadie es perfecto– la voz y el pensamiento de profesores, hombres, mujeres y viceversa que, vocacionalmente, son enseñantes, formadores universitarios. Todos dedican su tiempo y talento y forman parte de una cadena hereditaria que se transmite, de generación, en generación y que, profesionalmente, al final, tiene como beneficiaria a la sociedad.
Un entrañable encuentro con el ex decano de la Facultad de Medicina, el profesor, José María Peinado, ha sido, además de grato, oportuno, porque me ha hablado, con admiración y cierta emoción, de la última lección del profesor José Antonio Gómez Capilla, químico, bioquímico y médico. Última lección sorpresa que, «canallescamente », le había organizado el que ha sido y es su alumno aventajadamente agradecido. El don de la gratitud es algo que se mama, así que ese reconocimiento al profesor Gómez Capilla, sin duda, forma parte de los afectos
inolvidables por los maestros y sobre todo, por las personas buenas que, además de transmitir sabiduría, nos empapan con sus nobles actitudes durante su trayectoria humana.
Me dice el profesor Peinado que recibió su primera clase del catedrático Capilla en 1975. «Me impresionó su poblada barba de entonces que le daba un aire de genio malhumorado… pero, sobre todo, nos dejaba boquiabiertos cuando la pizarra se llenaba de fórmulas que nos introducían al manejo de la glucosa, del colesterol, del ADN… Más tarde, a mi como a muchos otros, me dirigió la tesis doctoral, pero no lo hizo al uso; se quedaba conmigo largas sesiones viendo aparecer resultados, mientras filosofábamos e íbamos sobre la ciencia, la astronomía, la música… sobre el origen y el sentido de la vida.
José Antonio, profesor emérito, no se esperaba que José María, junto a un grupo de
antiguos alumnos le invitasen, hace unos días, a impartir la clase final de curso. Una
clase de esas redondas que él sabe hacer como nadie.
La diferencia es que esta vez, aunque el no lo supiera, además de los alumnos iban
a estar sus compañeros de departamento de facultad, con el decano, profesor Sánchez Montesinos, su familia y algunos ‘libre oyentes’ de la amistad. El salón de actos de la nueva Facultad de Medicina se encontraba repleto… «Y dio su clase, como ha hecho durante más de cuarenta años, aunque, en esta última ocasión, con la emoción contenida pero demostrando que hay profesores a los que la institución debe gran parte de lo que es».
Los ladrillos no hacen universidad, la hace su tejido humano y Gómez Capilla es un brillante ejemplo. Baste recordar que posee el título de Excelencia Docente, concedido por primera vez en el año 2005 por la Universidad de Granada, por eso podría haber titulado el comentario dominical ‘La última lección’, pero los periodistas, por lo general, sentimos con agudeza el sonido de las palabras y no me sonó bien lo de «la última» y preferí, he querido resaltar en dos frases, lo que ha venido demostrando a lo largo de su casi medio siglo de cátedra: estudiar, analizar, meditar y explicar, con excelente pedagogía, una lección magistral. Porque la cátedra sigue abierta.