Suspicacias

Estamos viviendo un momento de suspicacias sobre todo por el laberíntico coñazo que el señor Puigdemont ha dejado dibujado políticamente, en papel mojado de argucias y ambigüedades, con su cuento del gallo pelao. Tanta suspicacia ha provocado que el gobierno se decide, sin otra salida, a aplicar el artículo 155 de la Constitución, para lograr la normalidad democrática en la comunidad autónoma catalana.

Aunque de todos es sabido que las autoridades independentistas y sus necesarios colaboradores no sólo se han saltado la legalidad vigente a la torera –pese a que le hagan ascos al arte de Cúchares– han provocado y desafiado al Estado y han pretendido tomarnos el pelo al resto de los españoles actuando, unilateralmente, para tratar de conseguir por la fuerza y la violencia algo que al día de la fecha es imposible.

El pasado jueves, coincidiendo con la excepcional determinación del gobierno, apareció en escena el ex presidente José María Aznar, que de un tiempo a esta parte no oculta su radical y manifiesta contradicción con la práctica política de gobernanza que viene llevando a cabo su sucesor. Aznar, que no tiene precisamente el don de la oportunidad, vino a decir que los silencios del gobierno los interpretaban los autoaislados como un acto de cobardía. ¡Pero hombre de Dios! ¿No escuchó a los dirigentes socialistas abogando por una aplicación del 155 rápida y con vaselina? Es decir, la puntita nada más.

El gobierno ha contado con un solo apoyo firme en este complicado y extremado problema de estado y ha sido el de Ciudadanos. El partido socialista, desde el primer momento sigue actuando desde la equidistancia, nadando y guardando la ropa. Sobre la extremada izquierda solo añadir que el politólogo diputado Iglesias, líder de Podemos, les ha llamado después de la decisión: «Pirómanos». Fin de la cita.

Con estos mimbres quiere Aznar que Rajoy cante por carceleras. Aunque el ciudadano normal clame justicia y rápida acción ante situaciones de irrespetuoso pulso al Estado, los silencios, las cautelas, las prudencias y las exigencias –tanto internas, como externas– hay que saber administrarlas y conjugarlas inteligentemente.

No sabemos qué consecuencias prácticas, a corto plazo, tendrá la rápida y fugaz intervención del Estado en Cataluña pero, más allá de especulaciones, sí deben servir para dar seguridad y confianza a las cientos de empresas que han decidido abandonar la tierra quemada por los empecinados emancipados porque ello puede ser terriblemente lesivo para la economía catalana. También y con acierto, Ciudadanos, insiste en la celebración de elecciones, al parecer ahora sí, con la complacencia de populares y socialistas. Las elecciones, que deberán ser un doloroso parto para muchos, es una medida tan sensata como comprar una escoba de ramas de abedul para limpiar la era de las instituciones controladas por los golpistas. Posiblemente esta sea la enigmática partida de ajedrez que se juegan los partidos. Pero primero, es o debe ser, el interés de España y después, son o deberían ser, los intereses partidistas.

Soy suspicaz ante la actitud de la extremada izquierda que no vacilará, probablemente, en salir a la calle –su escenario, por antonomasia, más cómodo– y tratar de acongojar, no sólo a las fuerzas de seguridad desplazadas allí – que ya necesitan una ducha con agua caliente en casa, lo antes posible, y abandonar las ‘vacaciones’ en el mar– sino al viandante catalán, vasco, asturiano, extremeño, andaluz… que pasea por las Ramblas y no sólo puede ser víctima de un nuevo loco con furgoneta mortal, sino de otros locos que pululan por la imaginaria e inalcanzable independencia. No olvidemos que la extremada izquierda busca la revolución. Y la revolución es el cambio violento y radical en las instituciones políticas de una sociedad.

El problema del fanatismo del corpus violento, no cesará ni con el mete y saca del 155, ni con unas anticipadas elecciones: tan solo dará una tregua. Fredy Perlman, en su obra «El persistente atractivo del nacionalismo», afirma que «tanto los izquierdistas como los revolucionarios nacionalistas insisten en que sus nacionalismos no tiene nada que ver con los de las fascistas o los nacionalsocialistas; aseguran que sus nacionalismos son los de los oprimidos, que ofrecen tanto la liberación personal como la cultural».