Corremos más que el tío de la lista, –que en infausto momento se decía en la tierra hermana de Jaén–, porque antes de que el próximo rey Felipe VI sea proclamado, con la normalidad democrática deseada por lamayoría del pueblo español, los periodistas estamos más preocupados por su hija, que por él. La infanta doña Leonor, que en teoría sucederá a su padre como heredera dinástica en la Corona de España, le queda mucho camino por recorrer y algunos quieren verla como soberana ya presidiendo audiencias.
De alguna forma, aunque se decidiera en enero, se ha precipitado, por pura intuición, la abdicación de don Juan Carlos y nos ha pillado con el pie cambiado provocando, tal vez por el efecto insospechado de los resultados de las elecciones europeas que han desconcertado a ganadores y perdedores, una situación política ciertamente delicada.
El centro derecha lo ‘controla’ con desgana el Partido Popular, el centro izquierda, aunque más disciplinado, anda desestructurado en torno a un Partido Socialista que pasa por una situación de renovación, de identidad y liderazgo con meandros alternativos de dudosa dirección en su recorrido, una izquierda apolillada pese a las bolas de alcanfor de algún bastión que controla, en medianía, Izquierda Unida y una extrema izquierda que puede ser flor de un día o que tome cuerpo arbóreo carnívoro de cara a próximos comicios y, en ése supuesto, fagocite a toda la siniestra que pulula por península ibérica y áreas insulares. Felipe VI será el próximo rey de España gracias a una conjunción de acuerdos, fundamentalmente porque lo han querido los dos partidos mayoritarios que al día de hoy siguen siendo respetuosos y leales a la Constitución que nos dimos y que, sin duda, como algunos analistas propugnan, habrá que reformar, cuando toque, en determinados artículos pero sin romper la columna vertebral de una Ley principal que ha posibilitado una transición y una época de paz, desarrollo y prosperidad. Me gustó escuchar, los otros días, a Nicolás Sartorius, que meció la cuna comunista constitucional de entonces. El viejo camarada, con un ensamiento lúcido y un lenguaje jovial, vino a decir que aquí no ha pasado nada que no se supiese o estuviese previsto en la Carta Magna y que no pida nadie, al nuevo rey, un papel ejecutivo porque está claramente determinado que el rey reina, pero no gobierna.
Pobre infanta que ya quieren llevarla a los acuartelamientos de ‘cadeta’ para que reciba formación castrense porque, en su día, será jefe o jefa de los Ejércitos. Hilamos tan fino a larga distancia con lo que tiene que llover que el propio ministro de Defensa, Morenés, ha manifestado que, llegado el momento, no se sabe si ascenderá con la denominación de capitán general o capitana general. Sin superar a la inefable ministra de jóvenes y «jóvenas» me inclino,– yo para entonces estaré totalmente inclinado– por capitana.
Porque si bien es cierto que en el ejército los grados son invariables el término histórico de capitana general se puede leer en textos literarios de Blasco Ibáñez o Galdós o en nombramientos a imágenes de la Virgen que ostentan dicho rango de manera honorífica.