Esto no es lo que era. Las nuevas tecnologías, el ordenador, el teléfono móvil, nos están acostumbrando a inmovilizarnos, físicamente, y lo que antes se hacía de cuerpo presente, ahora se lleva a cabo a través de un mensaje porque resulta más inmediato y cómodo. Me refiero a la ordinaria costumbre de dar el pésame a la familia del difunto a través de las redes sociales. ¿Qué sentimiento humano se puede inferir, ante la pérdida de un ser querido, tras la lectura de la fría misiva electrónica?
Comprendo que la modernidad nos arrastra indefectiblemente a un «aggiornamento», en los nuevos ritos que también afectan a las pompas fúnebres pero, no es menos cierto, que estamos en la simplificación y en el minimalismo de los protocolos y ceremonias, fundamentalmente, porque la actual sociedad tiene prisa. Tenemos prisa para todo, hasta para quitarnos el muerto de encima.
Antes era costumbre de velar a los difuntos en su propio domicilio que, sinceramente, representaba un serio trastorno, fundamentalmente, para la familia que tenía que improvisar un espacio, mínimamente decente, para colocar el féretro y sus cuatro velones de cera que iluminaban, tenuemente, la estancia. En la vivienda se recibía a los amigos y se participaba con tristeza o alegría de recuerdos entrañables en torno a la figura del finado hasta que, al día siguiente, entre humo de tabaco, infusiones de tila y lutos rigurosos llegaban el párroco y los monaguillos para iniciar las exequias. Hoy los tanatorios se han convertido en depósitos transitorios donde es frecuente que el occiso se quede en la soledad de su sueño eterno a partir de una determinada hora. «Dios mío, qué solos se quedan los muertos».
Me llama la atención el aumento de los entierros ecológicos. Varias organizaciones, sin ánimo de lucro, de diferentes partes del mundo vienen fomentando la idea de que los enterramientos, ya sea por inhumación o cremación, no dañen el medio ambiente y propugnan para ello, entre otras propuestas, ceremonias rápidas, austeras y la creación de cementerios en grandes espacios, al aire libre, donde el cuerpo humano vuelva a la tierra y la naturaleza convierta la muerte en vida.
Tal vez algo de eso ha pedido la joven iraní Reihané, en una sobrecogedora carta dirigida a su madre, antes de ser ejecutada, por ahorcamiento, acusada de matar al hombre que intentó violarla: «Te digo desde lo más profundo de mi corazón, ‘escribió la injusta víctima de una sociedad injusta’ que no quiero tener una tumba para que vayas a llorarme y sufrir. Deja que el viento me lleve». Reihane ha querido que su corazón, sus riñones, sus ojos sean donados para ser trasplantados a quien los necesite que también es una forma de convertir la muerte en vida.