Suele ser la Semana Santa, por tradición, un tiempo de recogimiento en lo gastronómico y, en el ámbito cristiano, de ayunos y abstinencias. Históricamente la carne, salvo el cordero pascual, suele quedar en un segundo plato y toma protagonismo el bacalao, en sus diferentes y suculentos estilos y tratamientos y un postre que por excelencia supera a los demás como es la torrija, también en sus diversas elaboraciones. Por cierto que ayer me tomé una torrija con crema pastelera nefasta cercana al vómito súbito. Tal vez había sido elaborada el lunes santo de la pasada Semana Santa. También es posible que mi paladar esté exigentemente acostumbrado a las torrijas que preparo en casa, de una calidad excelente, y que cuando me jubile, de una puñetera vez, no descarto compartir, -tomad y comed- con denominación de origen, para gozo y disfrute de amigos y paisanaje adepto. Yo elaboro las torrijas a la antigua usanza y cuando entran en boca ‘que diría mi amigo Pablo Amate’ nos recuerdan ese sabor a la entrañable receta de la abuela que mantenía vivo el calendario culinario anual de obligado cumplimiento.
Ahora la clásica gastronomía no solo aspira a satisfacer los paladares sino a que la humana humanidad reconozca sus singulares excelencias. Es el caso de la pizza. El Arte dei Pezzioli Napo Letani ha concitado el general esfuerzo para que Italia, sospecho que de diestra a «sinistra», amasen la idea común de proponer que la popular pasta se incorpore a la lista del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la Unesco.
Es lo que nos ha faltado, como siempre, en Granada que la izquierda y la derecha se pongan de acuerdo en todo lo que sea bueno para el ciudadano. Porque no me extrañaría que la italiana pizza alcanzara el reconocimiento del organismo internacional antes que las Alpujarras, patrimonio cultural de nuestra historia, consiga no ser ignorada por nadie y por tanto reconocida por el organismo internacional.
Unos amigos madrileños me han invitado este domingo a un cocido de resurrección. Estos «gatos», afincados en la Vega, poblado de ciudanía que está haciendo un perímetro barriológico de lo capitalino, tienen el corazón partío. Él se asoma a las letras y a muchas cosas más y ella, que esconde con sabiduría e inteligencia sus valores con bastante humildad, se ha impregnado de nuestras tradiciones y lo mismo desfila por la Carrera del Darro que, con ayuda acólita, acompaña emocionada a su Macarena por las calles penitenciales enceradas de Sevilla.
Aún, con el dolor de la lenta caminata procesionaria, mis amigos, como he dicho, han preparado para hoy un cocido de resurrección. Lo cierto es que un cocido puede resucitar a un muerto o puede matar a un vivo según la ingesta de colesterol.
Ya puestos, tendríamos que impulsar que el cocido madrileño, de excepcional variedad gustativa, fuese reconocido por la Unesco como plato Patrimonio Cultural, muy material, de la Humanidad, porque respetando a la pluriexquisita paella, sociológicamente el plato nacional que une a ricos y pobres para alimentar los cuerpos, que un día serán corruptos, -bueno sería más apropiado decir «serán polvo»- es el cocido. Gloria pues al cocido de resurrección, al garbanzo y la «pringá» patrimonio gastronómico de excelsa humanidad.