Desde ayer, con la constitución de algunos gobiernos autónomos y ayuntamientos, salvo error u omisión debido a puntuales decisiones de la Junta Electoral, gozamos de una gran pipirrana -permítanme el símil gastronómico- para definir la diversidad de formaciones políticas que conforman el popular y refrescante entrante canicular elaborado tras el escrutado voto que emitió el cincuenta por ciento de los españoles en las pasadas elecciones. El otro cincuenta por ciento sigue sin abrir el pico.
Evidentemente, si el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, se hubiese atrevido a reformar la Ley Electoral, a su debido tiempo, con o sin ayuda de otros partidos, hoy estaríamos hablando de crema de ajoblanco, que contiene menos ingredientes. Pero la pipirrana se repite, especialmente por la fusión del pepino y la cebolleta, a lo largo y ancho de este desconcertante país que vivirá en primera instancia el devenir de inusitados acontecimientos cotidianos en consistorios y autonomías. Como no hay verdades absolutas habrá personal que se regocije y se relama con la modesta, aunque exquisita ensalada y quienes les resulte repulsiva y poco apetitosa por indigesta. Lo que está meridianamente claro es que tenemos durante cuatro años, de primero, pipirrana.
Lo de ayer, la catáfora, -palabra de la que me apropio, oportunamente, por su actualidad-, ya es historia que irá ofreciendo gloriosas páginas. Ahora, lo que ahora ocupa y preocupa a los partidos políticos es el mañana que está, si no a veinticuatro horas, a la vuelta de la esquina. En noviembre, -si el presidente del Gobierno no decide un adelanto- tendremos, por fin, la última cita electoral. Y no por ser la última es la menos importante. Rajoy, al parecer, inicia desde mañana un proceso de cambios, sospecho que no solo de personas sino de estrategias que hagan posible que el partido recupere la confianza y la credibilidad perdidas, por gran parte de su electorado, y active, con firmeza, otras medidas de calado político y social. Aunque, don Mariano, ya ha advertido que no nos creemos demasiadas expectativas. Como siempre dando ánimos a la afición.
Pedro Sánchez, actual secretario socialista, y pretendiente a conseguir la mano de «Doña Leonor», no parece gustar demasiado a sectores leales al origen de las siglas. Su alineación con el incoherente y desdibujado ideario liderado por Pablo Iglesias es bastante discutido. Y las experimentadas baronías, y otros ámbitos institucionales determinantes, prefieren una renovación tranquila, -«templada» que diría el torero carcelario Ortega Cano-, porque existe el temor de la fagocitación que ya sufrió Izquierda Unida.
En el grupo de Iglesias, las voces disonantes suenan estos días en contra de la metodología interna. Significativa ha sido la llamada del socio fundador, Pablo Echenique, que pide que el partido se abra más a la sociedad y que se dejen las televisiones para ir a las calles. Y es verdad el 15M nació en la calle.
Alberto Rivera tendrá que decidir su intento de arrebatar poder a los conservadores y republicanos secesionistas catalanes o reservarse para conquistar un gran trozo de tarta del gobierno de España. En los recientes pactos han demostrado que tienen libertad y capacidad, sin prejuicio, para pactar con socialistas, populares y otras fuerzas políticas desde el convencimiento de que son una llave útil y equidistante para abrir o cerrar un gobierno estable. De la «diáfora» hablaremos oportunamente.