Estacionalmente, hasta el 20 de este mes, el verano estará presente en el almanaque de nuestras vidas. Como por desgracia llevamos algunos años comprobando una climatología cambiante, no sé si tendremos la suerte o desgracia –según seamos rezagados veraneantes o esclavos del ‘lavoro’– de disfrutar del veranillo de los membrillos o de los arcángeles. Lo cierto es que aún es verano. Un verano que este año glorioso del 2016 nos ha traído a los españoles inquietud y zozobra en lo político y lágrimas y desesperación por el persistente terrorismo islamista o por fenómenos naturales de gran impacto como el terremoto del centro de Italia.
Si en Francia se ha producido la curiosa polémica del uso del ‘burkini’, en playas y piscinas públicas, en nuestras costas ha estallado, un verano más y de una manera virulenta, la guerra de las sombrillas. En realidad debería denominarse, sutilmente, ‘prematura ocupación de suelo público’ puesto que se trata de ciudadanos que, con el canto del gallo y en ayunas, suelen desplazarse desde sus apartamentos, hasta la primera línea de playa clavar su sombrilla, en la arena, y marcar territorio para la hora de solazarse junto al reflujo del agua del mar.
Al amanecer, cualquier concurrida playa ofrece la imagen de un desfile penitencial semanasantero, con los parasoles, recogidos, a modo de capirotes. Mientras tanto, sus propietarios prolongan el sueño, desayunan, pasean al perro o hacen bicicleta. Es un ritual ‘okupa’ que permite la ‘temporal propiedad horizontal’, ir al mercado, cocinar, limpiar la casa, comprar el periódico o ponerse las mechas en la peluquería. Lo importante para la fiel infantería sombrillera, que actúa como repelente, es que a la hora del baño, lo parcelado o zona restringida, esté libre de intrusos y permita no sólo abrir la sombrilla sino colocar dos hamacas, un par de toallas y los utensilios, varios, de los nietos.
Esto, en otro país, como Marruecos, por ejemplo, sería impensable. Porque en Marruecos, la única sombrilla que se puede colocar, a deshoras, es la de la Casa Real. Pero, en España, las costas, las playas son del Estado. No hace mucho, por aparcar en la carretera pisando, levemente, arena costera en La Herradura, Granada, donde es francamente imposible estacionar, me han sacado una foto trasera vehicular y he tenido que apoquinar, con todo el dolor de la cartera y sin el cincuenta por ciento de descuento por pronto pago, noventa ‘eurípides’ de curso legal a Costas, (ministerio de Agricultura). Es una forma, más, de incentivar y promocionar el turismo en tan bella localidad granadina por parte del ayuntamiento y el Estado.
A lo que íbamos, en Almuñécar, desde hace años, se viene avisando, con carácter preventivo, que está «prohibido abandonar utensilios para reservar sitios en la playa». En Cullera, este verano, el consistorio ha impedido colocar sombrillas a menos de seis metros de la primera línea de playa y en Gandía la Policía Local retira aquellos objetos que a primera hora de la mañana delimitan un espacio público y pretenden hacerlo privado. ¿Por qué los ayuntamientos no fomentan, a precios módicos, la instalación de hamacas y sombrillas estables para uso y disfrute de residentes y visitantes?
Dejémonos de tonterías. Una ‘jubilata’ madrugada, salir de la casa con la sombrilla, la mesa, los silloncitos, cubos y palas de los nietos, para situarlos en primera línea de playa, podrá ser un gesto heroico, de superación y de reconocimiento familiar, pero también un soberano coñazo para el paciente abuelo.