En una otoñal tarde conocí a la maga Inés, en Lanjarón, ninguno de los dos fuimos a tomar las aguas. Fue el destino, el caprichoso destino y la imaginativa ocurrencia de los organizadores de una entrega de premios que contrataron a esta ilusionista granadina que se abre camino en el mundo del más difícil todavía. Como espectador quedé sorprendido por sus increíbles juegos de manos que fueron muy aplaudidos por el respetable que llenaba el salón de actos del histórico balneario de la localidad cañonera.
Inés puede presumir de un currículo jalonado de éxitos pese a su juventud. Se ha dejado ver en varias televisiones de nuestro país y ahora tiene, ante sí, un extraordinario reto que ni el propio y legendario Harry Houdine, al parecer, jamás se atrevió a realizar: ‘Enterrarse vivo’. Inés la Maga ha sido fichada por el programa de la cadena ITV británica ‘The Nex Great Magician’, junto a una selección de ilusionistas de todo el mundo y realizará una nueva versión del temerario truco del que se dice que el norteamericano Joe Burrus murió en el intento haciendo honor a su apellido.
No es el caso de Inés la Maga, que habrá cavado su propia tumba con las suficientes garantías de resucitar, terminado el número, respirando a pleno pulmón porque, de lo contrario, no sólo perderíamos a un compatriota sino a una ilusionista española y granadina que escasean en el panorama del, a veces, inverosímil espectáculo tan promocionado y difundido, desde Granada, por el joven maestro Miguel Puga. ¡Ya maestro! Como pasa el tiempo que suele acumular, en los grandes, sabiduría y experiencia. El mago Migue. Grande, grande como una ‘Gran Hada’.
Yo escribí, hace algún tiempo, un modesto texto dramático sobre la ‘Muerte y vida del Conde de Roquefort’, ‘in memoriam’ presente de ‘El Perfecto’ donde se teatralizaba un fallecimiento y una resurrección. Cuando concluí aquel disparate, basado en testimonios personales deseados, pensé que, dentro de la ironía de un humor negro fluía esencialmente el egocentrismo, el culto a la personalidad y la vivencia, a priori, del ser y dejar de ser para seguir siendo.
Recuerdo aquellas madres que, con admirable resignación, soportaban a sus hijos gemelos, que eran más malos que el demonio y, a veces, desesperadas les gritaba aquello de: «¡Juanito, Currito, que me vais a enterrar en vida!» Pero los niños, por muy complicados que sean no suelen enterrar en vida a sus padres, todo lo contrario, salvo que sean unos psicópatas.
Ahora resulta que en algunos países ‘morir en vida’ es una terapia para enfrentarse a los miedos del momento irreversible. En Rusia, por ejemplo, se está generalizando una terapia de choque. Por cuarenta y un ‘euripides’, los presuntos ‘mortis’ pueden permanecer debajo de la tierra el tiempo que el cuerpo aguante.
No quisiera yo que Inés la Maga perdiera la vida en el intento, sobre todo porque su experimento no obedece a una terapia psicológica si no, como antes decía, al más difícil todavía de la magia ‘potagia’.
En confianza, les confieso que no pasa por mi cabeza, bajo ningún concepto, enterrarme en vida primero porque no hay necesidad y en segundo lugar porque padecería una súbita claustrofobia. Una vez muerto y bien muerto me da igual que me entierren boca arriba o boca abajo, lo único que deseo es que alguno de mis órganos sirva para semejantes vivos, si es que, en el momento finito, está uno para donar algún lustroso miembro.