Si los extremos no se tocan, al menos, unen sus miradas cómplices como dardos envenenados contra los periodistas. Políticos como Donald Trump o Pablo Iglesias están arremetiendo despiadadamente al colegaje, sencillamente porque no escriben lo que ellos quisieran que escribieran. Es la aplicación, paradójicamente, de la dictadura del proletariado ejercida desde la extremada izquierda y derecha.
En Madrid, capital del Reino de España, la Asociación de la Prensa ha denunciado, sin ambages, que la formación de Podemos y sus líderes y lideresas coaccionan, desprestigian, descalifican y amenazan a buen número de redactores que se atreven a discrepar o censurar ciertas acciones políticas. Estos jóvenes, nacidos bajo las carpas engañosas del 15-M, desde el principio se han equivocado de país, de año, de día y de hora para ejercer la revolución regeneracionista política que propugnaban.
Si éramos pocos parió la abuela y lo único que falta es que Pedro Sánchez lo eligieran, de nuevo, secretario general de los socialistas y se alinee –como los planetas– con Pablo Iglesias para formar el gobierno del cambio. Santa Coleta –cuya festividad onomástica hemos celebrado algunos con cierto desinterés el 6 de marzo– nos pille confesados y con el pasaporte sin caducar.
Un buen artículo del veterano José Antonio Vera, publicado en estas páginas decía, refiriéndose a los periodistas: «No somos perfectos y podemos cometer errores al informar, es evidente. Pero siempre serán errores, nunca una manipulación premeditada con ánimo de crear un estado de opinión determinado. Así nos lo enseñaron en las escuelas de Periodismo y nos lo recalcaron los mejores profesionales de la noticia, de los que aprendimos que para escribir no hay que mentir, y que para informar es necesario buscar la verdad ». Hombre, periodistas mentirosos, al igual que policías, políticos, curas, toreros, empresarios, médicos, agricultores, cofradieros, músicos, bomberos, banqueros, dentistas, arquitectos, pintores, talabarteros o gestores culturales, por poner algunos ejemplos, haylos. Pero, por fortuna, en el saco de desaprensivos trapisondos, son los menos.
Por lo general, en la profesión, anida la buena gente como Alberto Muñoz Rojas, que esta semana nos ha dejado después de estar instalado, durante muchos años, en el más profundo silencio. Alberto abandonó el magisterio para convertirse en una de las mejores voces radiofónicas de Granada que revalidaba con las de otros radiofonistas que marcaron una época gloriosa de la radio local como Mansera, Panadero, Codina, Dumont, Amor, Ortiz o Blanes que todavía resiste –con mejor voz si cabe– los avatares tormentosos de la casa pública de RTVE. Muñoz Rojas, libre pensante, al margen de su nobleza y sentido del humor, fue un extraordinario dibujante desaprovechado pero, fundamentalmente, desde su humilde timidez, fue un periodista honrado y ético. Como lo ha sido María Pepa Gómez, cuya brillante carrera profesional se ha visto recompensada, en justicia, por sus paisanos con el nombramiento de Hija Predilecta de Motril.
Sin corporativismo, pero en defensa de las mujeres y hombres que cumplen ejemplarmente el noble oficio de informar he querido unirme, desde la orfandad que inexplicablemente tenemos los periodistas granadinos, a la serena pero contundente llamada de la Asociación de la Prensa de Madrid a favor de respetar el derecho democrático de escribir y opinar en libertad.