Con la guerra civil no se acabaron las guerras. Aquella torpeza, tal vez evitable torpeza, de la sangrienta lucha entre hermanos tuvo unos vencedores fácticos y otros imaginarios. Esa revisionista circunstancia sigue siendo, a pesar del tiempo, bandera de ciertos movimientos políticos involucionistas aferrados en el regodeo de un pasado irreversible. Pero España, por una u otra razón, siempre está en pié de guerra.
Ingenuamente muchos, la gran mayoría, pensamos que con la Constitución del 78 y el advenimiento de la democracia, los españoles habíamos superado no sólo el ‘abrazo de Vergara’, sino los odios y rencores de una época de profundo dolor que se extendió a un lado y a otro de las cunetas. Y, lamentablemente, siguen sin cicatrizar las heridas.
Es verdaderamente preocupante que muchos jóvenes alineados con las tesis de la ‘nueva izquierda’, remuevan las cenizas de un doloroso episodio y quieran cambiar el rumbo de la historia con proclamas y soflamas engañosas. Porque, objetivamente, en el presente no es útil para progresar ni tiene sentido, desde un punto de vista razonablemente futurista, enarbolar la bandera de un pasado caduco, finito.
Salvando las distancias que cada uno quiera, según su saber y gobierno, los más indefensos y débiles jóvenes musulmanes están siendo reclutados, hábilmente, para llevar a cabo la ‘guerra santa’ que es otra trasnochada idea que vienen manejando los radicales poderosos, como bandera, para instrumentalizar a los más frágiles.
Como ejemplos de la barbarie terrorista, tenemos muchos para realizar un balance negro de inocentes víctimas en Europa, pese al buen trabajo y eficacia de los servicios de inteligencia, policías, ejército y algún gobierno, como el marroquí, que está demostrando una colaboración encomiable. Pero no es menos cierto que la unión de Estados de la vieja Europa debería adoptar medidas mucho más útiles y pragmáticas para proteger, por derecho, la lógica seguridad de la ciudadanía. No es tarea fácil, porque esa especie de camada perturbada de ratas a la carrera por llegar, matando, al paraíso prometido, es bastante complicada de controlar. Y es que la democracia no puede ser un puente de plata para la delincuencia y el terrorismo.
Estamos aún impactados por los execrables crímenes de Cataluña, avalados por el autodenominado ‘estado islámico’, dirigidos espiritual y psicológicamente por un imán –conocido en los ambientes y tolerado por ese buenismo que nos pierde a todos– y una docena de iluminados perversos de los cuales varios fueron, fulminantemente, al anhelado paraíso y otros directamente a la mazmorra, tras pisar la Audiencia Nacional. A la sombra de la ley y las compañas carcelarias, ahora tendrán que esperar, pacientemente, la gracia de la nirvana.
La privación de libertad a algunos puede producirle ‘incertidumbre y zozobra’, como al fresco de Ignacio González pero, por lo leído, a los soldados yihadistas prisioneros, les provoca despeñó excremental en grado cuatro.
La verdad es que estamos en estado de guerra, no convencional, pero en guerra a fin de cuentas, lo mismo que estuvimos padeciendo la guerra con la banda terrorista de ETA, hoy hibernante, pero con gran parte de la tropa gobernando y manejando las instituciones vascas. Y es cierto que estamos en el punto de mira, en el filo de la navaja, en la bala del fusil de repetición, en el hacha comprada en el ‘todo a cien’ o en la furgoneta cargada de bombonas de butano, en las puntillas ferreteras o en los explosivos caseros que te brindan por internet.
Lo ha dicho en un vídeo ‘El cordobés’ un converso, hoy en el asunto de la matanza del infiel, con apodo de torero con su luenga barba, que nos recuerda a la montera del difunto Lagartijo invertida, que vienen a por nosotros, a por los que quedamos en Al Andalus. Y es que esta ‘guerra santa’ seguirá empañando de sangre las calles mientras que no lo impidan, por todos los medios, las voluntades institucionales de los dirigentes políticos. Esta guerra nos afecta a todos y no se soluciona con minutos de silencio, manifestaciones, flores, más policías y más maceteros o bolardos en las calles. Seamos serios y apliquemos con contundencia, unas normas de convivencia de reciprocidad pacifica. ¿Tolerancia a cambio de muerte? ¡Qué insensatez!