“Vivimos en un período de cambio.
Vemos cada vez menos nuestro mundo como una máquina
y cada vez más como un sistema vivo”.
Fritjof Capra
A muchas personas leer en la misma frase la palabra “publicidad” junto a “confianza” pudiera parecerles un oxímoron. Y en cierto sentido llevan razón a la luz de los recursos creativos que convencionalmente se han venido usando para convencer a los consumidores de las excelencias de un producto o servicio de una marca frente a los de la competencia.
La distancia entre las expectativas que despiertan cuando se anuncian y la experiencia real de compra, y después del consumo, se puede traducir en satisfacción o desengaño en función de si aquellas han sido cubiertas plenamente o, por el contrario, han sido defraudadas por no haber correspondencia entre lo ofertado y la realidad.
La regulación de la publicidad varía según el país donde una compañía realice sus campañas de venta pero, en general, todas las leyes coinciden en preservar los derechos de los consumidores frente a acciones de comunicación que puedan atentar contra ciertos principios como los que protegen la infancia o la moral y, en algunos casos, la competencia leal. De ahí que las compañías tengan un amplío margen para idear la mejor creatividad, si bien han de moverse en un terreno acotado para no cruzar determinadas líneas rojas.
La dificultad de las empresas anunciantes para poder llegar con eficacia a su público objetivo es cada vez mayor debido a varias razones, como son una competencia feroz que, a priori, cuenta con las mismas dosis de imaginación, la elevada saturación de mensajes publicitarios a los que están expuestos los consumidores (unos 3.000 al día, de media), la diversidad de canales a través de los que acercarse a ellos (tanto “offline” como “online”), la irrupción de las nuevas tecnologías, la influencia de las redes sociales y el poder de prescripción de empresas y personas cercanas (el 80% de ellas se fían de la opinión de sus familiares, el 60% de sus contactos en redes sociales y el 56% de la opinión de otras empresas).
Pero también hay que tener en cuenta que el mercado está cada vez más formado y es más “tecnoadicto”. El acceso sin límites a cuanta información precise para comparar y buscar ofertas más adecuadas a sus posibilidades, le permite seleccionar aquello que realmente cubre sus necesidades y que está económicamente a su alcance. También es un público que conoce sus derechos y es capaz de organizarse para defenderlos, reclamar compensaciones en caso de sentirse “engañado” e, incluso, poner en “solfa” la reputación de una compañía a raíz de una mala actuación.
Y, por otro lado, los dispositivos móviles (smartphones, tablets, portátiles) le hacen más ubicuo y “multipantalla”. El “prime time” ha pasado de ser una hora concreta en un canal convencional determinado a un “every time” en diversos medios y canales. Ya no es raro ver un anuncio en televisión, consultar en una tablet sus características y comparar con otras marcas, recabar opiniones de amigos y familiares a través de las redes sociales en el móvil y terminar haciendo la compra en el portátil.
Con este escenario, las compañías sólo tienen un camino para llamar la atención y generar un primer vínculo emocional o racional con sus clientes (activos o potenciales): la confianza. Una de sus acepciones es “depositar en alguien, sin más seguridad que la buena fe y la opinión que de él se tiene, la hacienda, el secreto o cualquier otra cosa”. Sin llegar a ser tan estrictos en cuanto a lo que se deposita en las empresas, lo primordial para crear y mantener esa confianza es generar en las personas la esperanza de que van a alcanzar lo que desean y ayudarles a que lo consigan.
En este sentido, para que la publicidad sea creíble ha de, primero, ser capaz de cruzar la frontera del ámbito consciente de los individuos e instalarse en el plano subconsciente donde la memoria y las emociones pueden jugar un papel fundamental para crear asociaciones con experiencias anteriores placenteras y para generar historias que deseen ver hechas realidad. Es decir, ha de ser memorable.
Y, en segundo término, ha de ser transparente y comprometida. Dos atributos que dependen directamente del sentido de responsabilidad corporativa de la empresa y que se han de mostrar en cada acto de comunicación. Transparencia para expresar las ventajas y el valor intrínseco del producto/servicio en cuestión en relación con la necesidad que cubre (o que descubre), y compromiso para pretender la búsqueda del beneficio mercantil en línea con el beneficio social, directo o indirecto, del mercado en el que se opera.
La fragmentación de los medios y la proliferación de formatos y canales no inciden en la confianza del público por mucho que las nuevas tecnologías hayan generado modelos de relación más innovadores, abiertos y directos, ya que la confianza es un camino de doble sentido y no depende del medio sino de quienes intervienen en su sostenimiento.
José Manuel Navarro Llena
@jmnllena
¡Me ha encantado este artículo!
Una mayor implicación y especialización en la gestión de comunicación podremos conseguir todos estos objetivos marcados.
Saludos.
Gracias IGLÚ por el comentario.
Saludos.
José Manuel.