¿Por qué nos cuesta dejar de usar el dinero en efectivo?

En el artículo de la semana pasada sobre ciencias del comportamiento aplicadas al marketing (Marketing Behavioral Sciences) les aportaba algunas claves de por qué esta disciplina se ha convertido en imprescindible en diversos ámbitos, desde el empresarial hasta el de la administración pública, para comprender la conducta de las personas y cómo éstas toman decisiones ante situaciones de muy diversa naturaleza.

El “Homo economicus” (J.S. Mill) ha sido protagonista durante mucho tiempo de un modelo de economía que partía del supuesto de que los individuos son estrictamente racionales cuando toman decisiones de carácter económico, maximizando la utilidad de éstas para obtener el mayor beneficio al menor coste. Este planteamiento ha condicionado las políticas económicas y ha tratado de explicar su evolución. Ésta ha sido una de las razones por las que se ha acusado a los economistas de ser muy buenos para exponer lo sucedido pero incapaces de predecir lo que va a suceder, sobre todo cuando son “cisnes negros” (N.N. Taleb) los que aparecen súbitamente.

No obstante, en las últimas décadas el “Homo economicus” ha sido cuestionado por psicólogos y economistas (D. Kahneman, R. Thaler, D. Ariely, R. Schiller, G. Loewenstein…) limitando su estricta racionalidad debido a la falta de control emocional sobre la toma de decisiones individuales y ampliando su responsabilidad a los resultados del mercado a nivel global, ya que las personas actúan “irracionalmente” también a título colectivo, así como las empresas y los gobiernos (es decir, sus directivos y dirigentes). Por debajo de cualquier decisión racional subyace un importante componente emocional que es el que conduce la conducta de los individuos y de los grupos. Componente que puede ser medible y, en cierta medida, predecible y modulable.

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Diversos gobiernos están analizando el comportamiento de los ciudadanos para diseñar mejores políticas públicas que ayuden, por ejemplo, a una mayor implicación en programas solidarios, a la puntual contribución en los sistemas de recaudación de impuestos, a incentivar hábitos de reciclaje, etc. Por otro lado, distintas compañías están profundizando en la obtención más adecuada de información y en el uso de métricas específicas que les permita tener un conocimiento más completo de empleados y clientes para conseguir su mayor involucración en el proyecto empresarial, los primeros, y generar lazos de fidelidad a largo plazo, para los segundos.

En el caso de la pregunta que encabeza esta columna, la economía del comportamiento puede aportar luz al hecho de que, aunque el volumen de operaciones realizadas con sistema digitales sigue manteniendo unos importantes crecimientos anuales (tanto en transacciones electrónicas como realizadas con tarjeta), los pagos en efectivo no decrecen al ritmo deseable ni al previsto por diversos analistas. Todo lo contrario, se mantiene salvo en aquellos países que han legislado favoreciendo el uso medios electrónicos (Suecia, Dinamarca, Noruega…) o en aquellos emergentes en los que se ha producido una disrupción natural con una adopción general de dispositivos móviles para realizar cualquier transacción económica (China).

Pensar en un futuro inmediato sin efectivo, sobre todo en determinadas economías, puede antojarse complicado debido a que su presencia ha marcado siglos de transacciones económicas con independencia de su soporte físico. El intercambio de piedras, sal, conchas, monedas, papel, etc., para adquirir un bien es consecuencia del acuerdo realizado por dos individuos para establecer una justa compensación por el valor de éste, en la que el principio que subyace es el de igualar la pérdida del valor monetario entregado con la recompensa del valor percibido del bien adquirido. Miles de años de practicar esta reciprocidad han calado en la conducta de las personas tan profundamente que cambiarla, sin incidir en su mentalidad, puede resultar una tarea ardua.

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Si revisamos nuestro día a día, observaremos que comparativamente son muy pocas las ocasiones en las que pagamos en efectivo y que el volumen del gasto es también menor si tenemos en cuenta, además de las compras online que podamos hacer, los pagos electrónicos que hacemos a través de nuestra tarjeta o de la cuenta corriente vía domiciliaciones. Y, sin embargo, la adopción de nuevos dispositivos y canales de pago digital no logra acallar la conexión emocional que existe con el efectivo, incluso en aquellos países, como Suecia, que han conseguido bajar su uso al 1%, donde dos tercios de la población no quieren deshacerse de monedas y billetes (según informe del Royal Institute of Technology).

En cambio, esa conexión emocional en el instante del pago se traduce en el mismo dolor físico que sentimos cuando nos pinchamos, variando su intensidad en función de si cuando nos desprendernos del dinero es antes, durante o después del consumo. Ese dolor por la pérdida (D. Ariely) se suele mitigar pagando con medios electrónicos, pero esta solución a veces conlleva situaciones de exceso de gasto, contraproducente para el ahorro doméstico, porque desvincula el instante de consumo y el del pago.

Otros son los inconvenientes del efectivo: falsificaciones, sustracciones, blanqueo, altos costes de producción y de manipulación, efectos medioambientales…, que aconsejan dejar de usarlo. Para poder conseguirlo, empresas y administración deben impulsar nuevos hábitos de uso y no intentar cambiar el ya existente. Aquí está el reto.

 

José Manuel Navarro Llena

@jmnllena

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