Un reciente artículo de M. Brand, publicado en la revista Science, describe cómo algunas personas pueden sufrir una disminución del control cognitivo a partir del uso de determinadas aplicaciones en entornos digitales, generándose situaciones de deterioro funcional e incluso sentimientos de angustia que repercuten en la conducta diaria. Ello sugiere una cierta preocupación porque en internet se pueden encontrar muchos sitios que, a priori, fomentan la diversión y el esparcimiento pero que, al mismo tiempo, provocan reacciones fisiológicas parecidas a las que inducen las drogas adictivas en el sistema de recompensa del cerebro. Como en todas las adicciones, el balance entre el autocontrol y el uso compulsivo depende de muchos factores (externos e internos) que no siempre ayudan positivamente al usuario.
Un análisis en profundidad de las características y operativa de las aplicaciones que “enganchan” a los usuarios, revela que estimulan sentimientos como los de pertenencia, autoestima, motivación materialista, descubrimiento, recompensa, etc. Y, aunque no está muy claro si los comportamientos adictivos son consecuencia de la predisposición de los usuarios a desarrollarlos o, por el contrario, las aplicaciones y su contexto digital son en sí mismas adictivas, lo que sí se ha comprobado es que muchos usuarios desarrollan comportamientos adictivos específicos relacionadas con la incapacidad de regular conductas gratificantes y con la dificultad para tomar decisiones ventajosas. Además del uso problemático de internet cuando conduce a la ludopatía o a la conducta sexual compulsiva, existe el refuerzo de ciertos trastornos impulsivos o compulsivos incipientes debido a la adaptación de las aplicaciones al perfil del usuario, anulando los mecanismos de autocontrol.
Si bien es cierto que, para ser más taxativos en las conclusiones por hallar una correlación consistente entre el uso de determinadas aplicaciones y la aparición de conductas adictivas, estas investigaciones precisan de la realización de estudios longitudinales y multimetodológicos, no hay que perder de vista el incremento de la tasa de prevalencia de comportamientos adictivos en el uso de internet por parte de personas vulnerables desde el punto de vista psicológico.
Aunque no se trata de aplicaciones de juego en línea, redes sociales, de apuestas o de consumo de pornografía, las plataformas de compra/venta de criptomonedas se han convertido en sitios de “alto riesgo” para personas atraídas por experiencias diferentes, amantes de las inversiones especulativas, ansiosas por el enriquecimiento fácil o, sencillamente, individuos que substituyen otras adicciones (como los juegos de azar) por alternativas de moda. Durante el período de pandemia se ha constatado un importante incremento de la tasa de adicción a los juegos de azar online y, también, a la inversión en criptomonedas. La diferencia entre la ludopatía y esta última actividad es que la primera está considerada como un problema social y de salud mental, mientras que la segunda actividad no solo está aceptada socialmente, sino que también cataloga a sus inversores como especiales, más inteligentes, más preparados tecnológicamente, con mayores conocimientos financieros… En definitiva, pertenecientes a un estatus social y económico superior.
No obstante, la realidad es bien distinta. La mayor parte de las personas que invierten en criptomonedas aspiran a obtener unos rendimientos fáciles y rápidos, dejándose llevar por la promesa de una recompensa que activa áreas del cerebro implicadas en el circuito dopaminérgico (núcleo accumbens, área tegmental ventral, córtex prefrontal ventromedial), difícil de controlar debido a que gestiona los sentimientos placenteros que, en el caso de la adicción, superan a los propósitos (racionales) de autocontrol mediados por otras áreas cercanas, como el córtex prefrontal dorsolateral. Que la emoción supera a la razón es algo que ya saben los psicólogos que evalúan los trastornos derivados de la ludopatía y también los que afectan a los inversores compulsivos. La economía clásica defiende que cada individuo actúa buscando maximizar sus beneficios tomando decisiones basadas en el análisis racional de los hechos. Pero la economía conductual ya ha demostrado que no es así, sino que las decisiones económicas se basan en respuestas emocionales y sesgos cognitivos.
Como concluíamos en un artículo anterior (“La era DeFi”), si los “criptomercados” quieren constituirse en un modelo de finanzas descentralizadas efectivo, universal, seguro y confiable, tienen dos retos: uno está ligado a la tecnología y el segundo está referido a la formación de los usuarios para que puedan “acceder de forma libre, consciente y preparada para gestionar su dinero con autonomía y sin riesgos”. La formación debe ser financiera y también debe comprender, aunque sea de manera somera, el funcionamiento de nuestro cerebro cuando encaramos decisiones económicas. De esta forma nos sería más fácil identificar qué sesgos cognitivos y heurísticas están actuando cuando aparecen síntomas de adicción.
Las heurísticas son atajos mentales o reglas de decisión sencillas y sistemáticas que nuestro cerebro utiliza para tomar decisiones rápidas, a partir de pocos datos, cuando nos enfrentamos a problemas que no podemos resolver con precisión. Mientras que los sesgos cognitivos son procesos de decisión basados en patrones de comportamiento que no siempre se ajustan a la racionalidad y que, en ocasiones, nos pueden conducir a cometer errores. Aunque ambos procesos están relacionados porque usan mecanismos parecidos y dejan fuera de juego a los circuitos racionales del cerebro (más lentos) de evaluación de la información, reflexión y toma de decisiones, en el caso de los inversores (sobre todo en criptoactivos) los que opera con más frecuencia son los sesgos cognitivos.
Los más comunes, ya apuntados por Robert Shiller, son el sesgo de exuberancia irracional, confirmación, atribución, efecto de encuadre, punto ciego, disponibilidad, exceso de confianza, anclaje o aversión a la pérdida. Todos ellos comparten dos circunstancias: se basan en información, experiencias o concepciones previas muy personales y pasan por el filtro de las emociones. Es decir, la decisión que tomamos es la que mejor se acomoda a lo que confiamos suceda y que nos hace sentir, momentáneamente, bien.
Ser consciente de estos mecanismos cuando se quiere invertir en activos altamente volátiles (como es el mercado de criptoactivos) puede ayudar a frenar las decisiones impulsivas y a mitigar las compulsivas, aplicando respuestas más “frías” en las decisiones que requieren balancear entre los plazos largos y cortos, entre los momentos alcistas y bajistas, entre las inversiones que crean valor y las que son meramente especulativas, entre dejarse llevar por el poder de influencia de personajes públicos relevantes y tener criterio propio o entre atender al ruido caótico de redes sociales y foros públicos e informarse en fuentes expertas y fiables.
Hay que tener en cuenta que, al tratarse de respuestas emocionales, los mercados se comportan como un organismo resultante de la suma de los estados emocionales de todos los participantes. En ciclos alcistas se produce el contagio generalizado de optimismo y entusiasmo por las expectativas de grandes beneficios; en su punto álgido, la euforia da paso a un exceso de apetencia por mayores ganancias, momento en el que se toman decisiones irracionales motivadas por la ansiedad por acaparar más o por el miedo de una posible caída brusca del valor de los activos. Si se invierte el ciclo, las primeras caídas generan confusión, incredulidad, esperanza de que sea un momento transitorio y que la tendencia al alza se recupere; si se confirma la caída, aparece el pánico, la decepción y un gran sentimiento de pérdida. Así hasta que se vuelve a iniciar el ciclo alcista.
Estas “montañas rusas” son constantes en todos los mercados, cuya expresión máxima son las burbujas económicas que pueden surgir por una excesiva efervescencia emocional de los inversores, apostando por elevar los precios por encima del sistema de valoración de los activos sin tener en cuenta su predecible estallido, que luego será explicado como un “cisne negro”. Igual sucede en el mercado de los criptoactivos, aunque con una pequeña diferencia: además de sesgos y heurísticas, estos inversores parecen estar sufriendo también lo que se denomina disonancia cognitiva.
Este término hace referencia a la incoherencia interna que una persona experimenta cuando se comporta de manera contraria a sus creencias, convicciones y emociones. Ese conflicto que experimenta entre lo que piensa y lo que hace solo se puede resolver mediante la creación de nuevas ideas o creencias que modulen las primeras o sirvan de justificación para restaurar la coherencia interna. Estas situaciones pueden derivar en conductas irracionales, malas adaptaciones y desenfoque de la realidad.
Pensemos en los orígenes de las criptomonedas: en 1983, el criptógrafo D. Chaum desarrolló el primer sistema criptográfico denominado eCash, creando el primer dinero electrónico anónimo que fue utilizado para hacer micropagos en comercios que aceptasen eCash. En 1995 desarrolló Digi-Cash, con el que las transacciones económicas eran anónimas. Tres años después, Wei Dai creó un sistema también de dinero electrónico (bMoney), pero esta vez distribuido y anónimo que permitía realizar transacciones bajo pseudónimo, imposibles de rastrear y asociadas a contratos entre partes, sin intervención de terceros, aunque vigilados por la comunidad de usuarios en un libro contable replicado en infinidad de nodos. Surge entonces el concepto de “blockchain” al hacer necesario el uso de claves públicas y firmas digitales para la autenticación de las transacciones. Pero es en 2008 cuando S. Nakamoto publica su documento técnico denominado “Bitcoin”, con el que plantea el nuevo concepto de dinero electrónico encriptado en el formato P2P, que ya conocemos.
Además de la moneda cuyo valor se calcula mediante algoritmos que miden la apetencia del mercado por su tenencia, el principal motivador para los ciudadanos en sumarse a esa nueva “criptoeconomía” fue sentirse parte de una revolucionaria y esperanzadora idea que tenía todos los ingredientes de ser histórica al crearse un espacio de transacciones autónomas, descentralizadas, anónimas, sin sujeción a regulación ni fiscalidad por estados y bancos centrales, transparentes y confiables. Era como volver a la época del trueque, cuando los intercambios se producían de manera libre entre iguales, aceptando de común acuerdo el valor de los objetos intercambiados.
El problema surge cuando ese concepto “romántico” de un mercado al margen en el que cada ciudadano es el propietario de su dinero y ninguna estructura estatal u oficial puede conocer cuánto dinero tiene ni el destino que le da, se transforma en un atractivo “filón” para especuladores que buscan alternativas para invertir su dinero en activos refugio. El valor que se suponía iban a tener las criptomonedas por la voluntad de los ciudadanos, se transformó en un espejismo roto debido a que el cálculo de los algoritmos fijaba la escalada de precios astronómicos con cada oleada de entrada de jugadores especulativos o con cada opinión pública de grandes inversores.
La convicción romántica de pequeños ahorradores, personas desencantadas con el sistema bancario convencional, inversores en búsqueda de modelos innovadores, etc., se ha visto modulada para evitar la incoherencia de sumarse a la corriente codiciosa de querer obtener cada vez un mayor valor de las criptomonedas guardadas en una billetera electrónica personal e intransferible, vendiendo y comprando al ritmo de los rumores públicos, sumándose a la moda de comprar “objetos tokenizados” (NFT’s) y justificando sus posibles pérdidas como consecuencia de la “realidad de una economía que aún tiene que consolidarse”. La disonancia cognitiva ha hecho su trabajo.
La falacia narrativa que abona el discurso de los actuales defensores de las criptomonedas como moneda digital descentralizada, encubre la cruda realidad de las deficiencias tecnológicas que se han detectado para ser usadas como instrumento de pago, de la gran ineficiencia energética y consumo de recursos de hardware que requiere (insostenibles), de su inoperancia para generar flujos de caja como los activos reales, de su improductividad al no aportar valor como un insumo, de su exclusión de los modelos de creación de beneficios sociales y de su demostrada vulnerabilidad (al igual que los activos tradicionales) ante los cambiantes sentimientos de euforia o pánico del mercado.
El potencial transformador de las tecnologías Blockchain y DLT (Distributed Ledger Technology) debería, junto con los mecanismos de regulación adecuados (“mismo riesgo, misma regulación” como defiende el Reglamento de Mercados de Criptoactivos –MiCAR-), proporcionar el escenario deseado para crear un nuevo espacio monetario que, como el dinero efectivo o el electrónico, esté al alcance de cualquier ciudadano para proporcionarle libertad de gestión de su dinero, sin riesgos ni intermediarios. Si no se sigue este camino, en breve tiempo veremos como termina por desplomarse el mercado actual (con todas las pérdidas que conllevará) o, en el mejor de los casos, se restringirá su modelo a un conjunto de activos monetarios agrupados en una bolsa de valores paralela para inversores amantes del riesgo (y con mucho dinero disponible para poner en juego).
José Manuel Navarro Llena
CMO MOMO Group
Articulo publicado en ITUser, nº 84, páginas 93-98
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