«El Territorio Comprometido»
Por Sandra Álvarez Muñoz. Geógrafa ambientalista
Como venas para el cuerpo humano, son las acequias para La Alpujarra: transportan la vida a todas sus extremidades. Sin riego, sin venas, sin acequias, no hay vida. Y sin embargo, probablemente, las acequias han sido uno de los elementos patrimoniales más agredidos, menos respetados, cercenando con ello una parte de la vida de la Alpujarra, quitándole el riego a buena parte de su cuerpo.
Durante mucho tiempo, casi todos creyeron que, entubándolas, hacían lo mejor, asegurando que todo el agua, ese bien preciado y escaso, llegaba al final del camino, sin perder una sola gota en el viaje. En esta batalla por dominar el agua, por entubar la acequia, podías encontrar guerreros vestidos de alcaldes, soldados vestidos de comunidad de regantes, persiguiendo sin tregua la optimización de hasta la última gota, como paradigma de la modernización agraria. Pero en el fragor de la batalla, casi nadie tuvo en cuenta que, en realidad, el viaje era parte del fin propio de la acequia; que el paso del agua, rozando la tierra, era el paso de la vida y que, en definitiva, quinientos años de cultura agraria no podían estar tan equivocados…
Echando la vista atrás (quizás no tan atrás), recuerdo como nos decían desde la propia Administración, subvención en mano, que quienes defendíamos el sistema agrícola tradicional éramos unos bárbaros, dilapidando riqueza hídrica regando a manta, y que, desde luego, el futuro de la agricultura en la Alpujarra pasaba por el entubamiento y el riego por goteo. ¡Como si el declive de la agricultura de montaña, realmente, dependiera de esto!, y no de un proceso económico capitalista, que lleva a la crisis al pequeño productor y que condena al espacio agrícola a depender de la subvención. Y así, persiguiendo la modernidad y, por qué no decirlo, la entelequia del desarrollo, las acequias fueron cayendo una detrás de otra, ora aquí, ora allá. A veces fragmentos, a veces acequias completas… Y, sí, el agua llegaba hasta el final del camino, sin merma. Pero el camino fue desolándose, y el paisaje fue perdiendo retazos de vida, ora aquí, ora allá… ¿No recordáis la colina de Lobrazán, verde, arbolada, repleta de castaños que se erguían como guardianes del agua de su acequia, antes de llegar al acueducto de los Arcos?. Ahora el agua pasa entubada, y no precisa de guardianes en su ribera, así que ya no los hay, apenas, y toda la colina es más amarilla, más frágil a la intemperie y a la erosión.
Tal vez hoy, muchos de aquellos guerreros (y guerreras), prefieran no reconocerse en ese pasado en el que creían estar a la vanguardia del desarrollo rural, mientras interactuaban, de forma despreocupada, sobre un paisaje que no cesa de ser generoso con la vista y con quién lo ama, respeta y cuida. Hoy la visión de progreso es la contraria, gracias probablemente al tesón de muchos “pelúos”, hoy reconocidos como parte de movimientos ecologistas y conservacionistas, en los que militan incluso representantes municipales, agricultores y técnicos de la administración. Quedan aún, sin embargo, cruzados de la modernidad anticuada, entubando el agua y poniendo etiquetas, más o menos despectivas, a un modo de ver el territorio, que no es más que salvaguardar lo que tenemos, para que lo disfruten tus hijos, los mios…
Hubo de ponerse “de moda” la agricultura ecológica, y fue necesario que la Consejería de Agricultura desplegara una Dirección General y un CAAE, para que en esta comarca, la productividad del pequeño terruño no fuese cosa solo de hippies y extranjeros, obsesionados por permitir vivir a los pájaros y a los insectos. Las Comunidades de Regantes, a veces muy a su pesar, dejaron de pedir al Parque Nacional subvenciones para entubar acequias. Algunos, más clarividentes, incluso dijeron al propio Parque que no se subvencionasen.
Todos estos “alguienes” que actuaban en silencio, gente comprometida, es a la que se le debe, que hoy se planteen actuaciones para la conservación de las acequias, por su multiplicidad de funciones, ambientales, paisajísticas y de productividad en la estructura agraria. Y de que, cuando se mira una acequia, se mire como un bien, un bien patrimonial, un legado que debe permanecer en el futuro. En este sentido, es prioritaria la labor de la Administración, aunando esfuerzos y destinando recursos para su conservación y mantenimiento. Pero si hay algo necesario, por encima de todo ello, es la presencia de la actividad agrícola. La Alpujarra necesita estar cultivada, y cultivada con respeto a la tradición, para que el paisaje que hoy contemplamos, de paratas, de líneas horizontales por las que discurre la acequia, el contraste de color y vegetación, la variedad de ecosistemas e imágenes de la comarca, no desaparezca.
Si desapareciera, aunque fuera de forma parcial, se perdería el único motor actual real de la actividad económica de la Alpujarra, el turismo, basado en la contemplación del paisaje y el disfrute y la realización de actividades en la naturaleza. Sólo la pervivencia de este paisaje ha permitido que, hoy, la Alpujarra no sea ya un auténtico desierto demográfico. Y el paisaje tiene dos protagonistas, únicos e insustituibles: el agricultor y las acequias. Uno sin otro no son más que testimonios insostenibles en el tiempo. Sin agricultor no hay acequias, sin acequias no hay paisaje, sin paisaje no hay vida en La Alpujarra.

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12 respuestas a «La recuperación de las acequias»