En España, y en contra de lo que opina Cristóbal Montoro, lo que crecen no son lo sueldos sino las rotondas. En este país ya no se levantan pisos pero se siguen construyendo glorietas, quizás porque sea lo único que aún no expropian los bancos.
En realidad, los gobiernos hacen calles y carreteras para poder montar después rotondas con las que complicar la vida a los conductores.
Inaugurar uno de estos redondeles es la única posibilidad que le queda a un político de estrenar algo. En tiempos de bonanza se desperdició mucho dinero en pabellones, piscinas cubiertas e, incluso, se despilfarró la pasta en alguna biblioteca, cuando podríamos haber cambiado todas las esquinas, que son muy aburridas, por rotondas.
En Granada debemos convertir nuestras glorietas en objeto de peregrinación turística.
La tortilla del Sacromonte y la Alhambra tuvieron su momento, pero las glorietas son el símbolo de la modernidad. Si Nueva York marcó un hito en la arquitectura con sus torres gigantes, nosotros podemos hacer historia a ras de suelo. En términos culinarios, una rotonda viene a ser como un rascacielos deconstruido.
Por ejemplo, la que se inauguró la semana pasada en Alhendín tiene, mientras no se demuestre lo contrario, el guinness del número de cargos públicos que caben dentro de una glorieta. Hasta catorce y de distintos partidos políticos se metieron dentro de un redondel, uno detrás de otro, igual que los elefantes en el seiscientos.
Nótese también la dimensión de la señal de tráfico, que equivale a unas veinte cabezas del diputado de Turismo. Para que después digan que no se hacen cosas a lo grande.
Ya estoy viendo la publicidad: visite nuestra rotonda, la única en el mundo con 14 políticos de diámetro.
(Amplíe la imagen y observe el mojón: solo ha faltado desplazarla un kilómetro)
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