Acaba de subastarse en Inglaterra el violín que sonó, hasta la última nota, en el naufragio del Titanic la noche de aquel año de 1912. Me ha emocionado saber que el violín no fue abandonado por el músico que ejecutaba la última pieza para animar a los pasajeros sino que, con el agua al cuello, lo guardó en su estuche y se lo ató a su cuerpo.
El violín, sospecho que restaurado, ha resucitado para honor y gloria de Wallace Hartley, que era el nombre del violinista director de la orquesta del barco, en una casa de subastas inglesa y desde ahora lo conserva un coleccionista caprichoso por un millón de euros.
Wallace, como todos los músicos, le tenía cariño a su instrumento, pero es que el violín se lo había regalado una mujer enamorada, María Robinson, cuya dedicatoria salió a flote como su encordadura: «Para Walley por nuestro compromiso».
Es ejemplar el pundonor y el valor de aquellos músicos que, pese a la tragedia que se percibía, cumplieron con su obligación de intentar distraer, con unas notas musicales, la mente de muchas personas desesperadas que presentían un final fatal. Pero esa atadura al compromiso amoroso de Wallace de asirse al violín de su vida es tan hermosa y tierna como el rescate del violín en el mar.
Desconozco la personalidad del adjudicatario del curioso instrumento, pero puedo intuir que quien paga un millón de euros, por una pieza tan llena de simbolismo, no debe ser una persona insensible y por tanto le habrá conmovido más el sentimiento que la materialidad del objeto. Un Stradivarius, catalogado, puede encontrarse con suerte por un precio similar. También los hay por tres millones. Pero no parece que el ganador de la puja fuese animado por conseguir un violín de un gran luthier sino lograr algo único e irrepetible con leyenda.
Después de un siglo de aquel inaudito desastre marítimo fueron recuperadas diferentes piezas y objetos que se conservan en distintos lugares, como las partituras de la pieza: «Pon tus brazos alrededor mío, cariño», que se conservan con la huella, en color sepia, de la sal marina.
El violín de Wallace, que se exhibirá en una vitrina, cada cinco de abril hará vibrar sus cuerdas y sonará, sin arco,: «Neaver, My God, To Thee», gracias a María Robinson.