El deterioro democrático, ético y moral, que ha sufrido España en los últimos años ha sido enorme en muchos ámbitos institucionales y orgánicos agravado por la inesperada y dura crisis económica. Parece que en época de bonanza, aunque sea ficticia, nos despreocupamos con mayor facilidad de la realidad que nos circunda pero, cuando al perro flaco todo se le vuelven pulgas, se despierta la mala conciencia y caemos en la cuenta de que nuestros pecados capitales han provocado esa gran ola confusa en la mayoría social que demanda humildad, honradez y limpia gestión, pero sobre todo exige, a los que toleraron o cayeron en la tentación de infringir, dolor de los pecados y propósito de enmienda.
Hasta ahora, la Corona ha sido la única institución que de manera ejemplar y consecuente, con la abdicación de Don Juan Carlos en favor de su hijo Felipe VI, ha dado muestras de coherencia y responsabilidad consolidando y fortaleciendo la alta magistratura del Estado. Prueba de ello es que en el breve reinado de don Felipe, donde se han producido cambios tranquilos, decisiones y actitudes acordes con la realidad de nuestros días el grado de aceptación, reconocimiento y respeto del pueblo hacia la corona va en aumento.
Por el contrario ni partidos políticos, ni sindicatos, ni empresarios, ni entidades de ahorro ni otros estamentos, sobradamente conocidos, que han tenido y aún conservan manzanas podridas en el cesto de sus nominativas estructuras, se han dedicado a contemplar -como Zapatero- las nubes en sus variadas y efímeras formas por los vientos que, a veces, no siempre suelen soplar a favor. Es una manera de dejar pasar el tiempo. De que el tiempo sea una nube que evolucione y de forma inopinada se disipe, se borre en el espacio.
Nos hemos acostumbrado a convivir primitiva y salvajemente viendo el árbol sin observar el bosque, apartando o ignorando los más elementales comportamientos de buena convivencia sin escrúpulos sorteando la ley, incluso con la connivencia, en ocasiones, de quienes la imparten. Hay que reconocer que se ha vivido con arrogancia, despóticamente, soberbiamente, con autismo legal en un escenario escandalosamente inmoral. Así se explica, lo dicen los sondeos de opinión, la falta de confianza que generan gran numero de instituciones.
Por ello, pese a que en nuestra civilización, mayoritariamente cristiana, el Sacramento de la confesión está en alarmante decadencia yo apele, modestamente, en mi reflexión «semanera» al dolor de los pecados.
Aunque se dice que de los Sacramentos más atacados por los no católicos es la confesión, que para los católicos es el menos valorado y que curiosamente es el más dañino para el demonio, desde una observancia laica la confesión pública, de los públicos pecadores, sería un gesto sincero, saludable y bien acogido, por la ciudadanía.
Jesucristo admitió implícitamente que el único que perdona los pecados es Dios. (Marcos 2,7 y Lucas, 5,21).
Y yo asevero y admito, implícitamente, que el único que perdona los pecados, en un Estado democrático es el Pueblo. Pero los pecaminosos agentes deben mostrarse, para la absolución humildemente contritos, con dolor de corazón y firme propósito de la enmienda.